Salzillo, (también) belenista

Javier Mateo Hidalgo

A medida que va llegando el frío como antesala de las navidades, las primeras muestras públicas tradicionales de estas fiestas se van dejando ver. De forma incluso prematura (con la consiguiente confusión para la ciudadanía) se instalan las luces en las calles con meses de antelación, o se van sacando remesas de turrones, polvorones y otros manjares en los supermercados. Sin embargo, cada vez resulta más difícil encontrar muestras de una de las manifestaciones artísticas más destacables de dichas fechas: los belenes. Y decimos artísticas más que tradicionales o religiosas por cuanto se han convertido en una muestra profana de artesanía, heredada a través de generaciones y bien representativa de nuestra cultura.

Por encima de las creencias, el belén se convierte en una parte más de la decoración navideña en los hogares y su colocación constituye todo un rito que disfrutan desde los niños a los mayores. Hay algo mágico en estas escenografías en miniatura que tanto maravillan y donde se demuestra una gran creatividad dándoles vida cada año. El belenismo une nuestra cultura a la de otras tierras también mediterráneas, como la italiana. Carlos III sería el responsable de traer de Nápoles este arte en su sentido más creativo. El pesepri o “pesebre” italiano no sólo representaba una muestra del fervor católico, sino también una forma de ocio y de divertimento con el que las clases pudientes se entretenían y disfrutaban. Para hallar un origen concreto, habría que mencionar a San Francisco de Asís, cuando en la Nochebuena de 1222 celebró su misa en la región de la Toscana acompañado de un pequeño “misterio” (término bien evocador y también utilizado para referir, dentro del Belén, al “portal” o conjunto de figuras que representan el nacimiento de Jesús). Aunque ya existían muestras de la tradición belenista en España previamente al monarca borbón, lo cierto es que con él se despliega toda la escenografía o carácter barroco y teatral. De ahí la expresión “montar el belén”, por todo lo que dicha acción conlleva en despliegue de medios, siempre espectacular.

Como reflejo de la importancia estética que adquirieron los belenes en España durante el s. XVIII, resulta ineludible citar la figura de Francisco Salzillo, murciano que logró elevar a arte dicha categoría. De alguna forma, la predilección de Salzillo por la creación y montaje de estas escenografías venía precedida por otras muestras de “barroquismo” artístico como las que aportó al ámbito de la imaginería, donde fue verdaderamente sobresaliente. A pesar de que los sucesos trágicos de la Guerra Civil produjesen ataques iconoclastas absolutamente injustificados e irracionales que provocaron la desaparición de buena parte de los trabajos de este creador, por fortuna conservamos en la actualidad muestras magníficas de su arte escultórico y religioso. Algunos de estos trabajos permanecen en museos, mientras que otros se mantienen en su enclave original, las Iglesias, sacándose en procesión durante la Semana Santa. Salzillo conseguiría dar forma y volúmen a auténticas escenas pictóricas. Y lo hizo pintando la escultura o “escultorizando” la pintura. Lo mismo da. La influencia napolitana de estas “mise en scene” la hereda de su padre, el escultor italiano Nicolás Salzillo.

Y es en esta posibilidad de juego entre lo sagrado y lo profano que ofrecen los belenes donde Salzillo experimenta una auténtica libertad creativa. En sus representaciones lo realista e histórico se entrelaza con lo anacrónico y anecdótico. A pesar del tamaño diminuto de las figuras (elaboradas en arcilla, madera, incorporando incluso lienzos, telas y otros elementos que añaden verosimilitud), los personajes destacan por el naturalismo y el detalle. Cada una de estas recreaciones humanas es una obra de arte en sí, rodeada por objetos cotidianos herederos de la cultura italiana pero también de la idiosincrasia murciana (los palacios de la época, las huertas, los oficios o las vestimentas), así como por elementos naturales (animales, plantas) o arquitectónicos decorados con una policromía única. Todo ello configura en su conjunto un micromundo de atmósfera única, digna de ser contemplada desde lo general a lo particular. Recorrerlo en sus mínimos detalles supone realizar una auténtica travesía espacial e histórica por los distintos episodios que rodearon el nacimiento de Cristo: desde la Anunciación, pasando por la matanza de los inocentes, la huida hacia Egipto o el cortejo de los Reyes Magos. Estos episodios tan trascendentales se funden con otras escenas protagonizadas por personajes anónimos, como un viejo ciego tocando la zanfoña, pastores y gañanes, pajes elegantemente vestidos, o una anciana portando un cesto con huevos. Lo accesorio y terrenal convive con lo celestial, siendo esto distinción de la grandeza del artista.

Actualmente, los belenes han ido adquiriendo diferentes perfeccionamientos con el fin de generar una mayor espectacularidad y sorpresa en el espectador. Así, se han incorporado elementos mecánicos (figuras y elementos animados o en movimiento, como pequeños autómatas), juegos lumínicos (aparentando el amanecer, el ocaso o la aparición de ángeles mediante juego de espejos), o voces narradoras (a través de registros sonoros). No obstante, todos estos avances técnicos pueden considerarse añadidos “ortopédicos” innecesarios en el noble arte de los belenes, el cual alcanzó su máximo esplendor y pureza en el periodo salzillista. Hoy en día, podemos seguir disfrutando de sus conjuntos en diversas exposiciones, donde vuelve a desplegarse todo su universo tan característico. Su presencia revive en la recreación de los montajes que nos legó, comprobándose por qué ha sido, es y será uno de los creadores españoles más trascendentes de la Historia del Arte.

 

 

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