Salud mental, descubrimiento y creencia
1.
Estoy en el psiquiatra, pero realmente no sé si estoy porque no me mira. Tampoco me mira mi padre. No sé si alguien me ha mirado de un tiempo a esta parte, desde que ocurrió aquello. Que yo recuerde tampoco me miró el de cabecera (médico). Ni la enfermera cuando me pusieron el pinchazo. Una chica sí me miró de reojo un segundo, creo recordar: la trabajadora social. Seguramente estuvo en alguna conferencia en la que se hablaba de mí, de los cambios de perspectiva desde aquellos manicomios en que se probaba con sangre de mono en polvo para ver si conseguía la Psiquiatría de la época ahuyentar los síntomas, hasta estos tiempos que corren que vuelan.
Están hablando de mí, y no me miran. No ayer, sino hoy. No se me da la palabra. Escucho: “Lo mejor es que, lo bueno para él es que, esto sumado a esto, para él sería lo ideal, no está en condiciones aún para, ¿Pero qué me dices, Lorenzo? No creo que sea una ventana de oportunidad, es pronto. Nunca, nunca, debe dejar de tomarse la pastilla. ¿Está estreñido? Eso es hasta que el hígado asimile y el colon se acostumbre. Es normal. ¿Y duerme bien? ¡Nada de azúcares no naturales ni patatillas de esas de bolsa que saben a aguacate para darles un toque de equilibrio!”.
Intento hablar, pero se me para en seco. Trago saliva y me trago todo lo que iba a decir. Ni mi padre me comprende. Me mira raro. Ya cae sobre mí todo el estigma del universo cercano por lo que pasó en el hospital. Comprendo que se asustaran porque grité todo lo que puede y di unas cuantas patadas a las sillas. Pero tampoco era para que me ataran y me pusieran a la fuerza un pinchazo de lo que yo no quería. Soy capaz de apreciar y sentir que no iba hacer daño a nadie. Quería escapar de allí, sólo eso. Nadie se paró a pensar que la combinación de cuatro fármacos, cuatro, pudiera hacer ese daño en mí, nunca me había encontrado tan mal, tan desquiciado.
Intento hablar, pero hacen tragar de nuevo saliva. “Se puso hecho una fiera”, escucho. Mi padre asiente. Un fiera.
Lo que quiero decir, pero no me dejan, es que me sientan mal lo que me dan. Me dan temblores y somnolencia. Mis ideas parece que no son mis ideas con ese pinchazo, después de ese pinchazo, más las pastillas, siento vértigos. Además, no siento deseo sexual. Estoy apagado, no se me empina. Voy cuesta abajo y sin frenos. Me siento triste, incomprendido, tensionado, con miedo, con vergüenza, culpa, asqueado, desamparado, parezco un objeto raro de un museo de horrores dónde casi no entra el público. Y engordando como un campeón, porque se teme que me escape a ninguna parte si salgo de paseo no acompañado.
¿Qué pasaría si me escucharan? ¿Qué pasaría si tuviera derecho a ser sujeto de tantos derechos que se escriben en una ley pero aún en la ley no se llevan a la práctica? Nadie me escucha, no estoy en el centro, no soy el centro, no me preguntan nada.
¿Qué más hay que hacer para recordarles que soy un ser humano?
2.
A veces basta con abrazar en modo constante y ‘chillao’ una creencia para sentirte feliz y abierto al mundo que te rodea. Nada que decir. Incluso, nada que decir si esa creencia no la tienes tan consolidada pero, te abre puertas, consigues beneficios extras y no te cuesta tanto, por ejemplo, conseguir un pisito en alquiler casi gratis; estás en el ajo, abierto, sobrio y sonriente. ¡Aleluya, aleluya! cantando cara al altar como uno más.
Una vez establecido como un gran olmo en la felicidad y en el sentido vital de tu existencia, sin más, sin aditivos, porque es así, el creyente feliz decide a desviarse de su iluminada autopista hacia el cielo hacia carreteras secundarias.
Ya no basta con ser feliz per se, estar en modo balneario en esta vida aun en el sufrimiento de la carne, cuidar de tu rebaño y llevarlos a territorios de la mente inmunes a las estridencias sonoras del mundo moderno, a salvo de las garras de la depresión y la ansiedad, del brote psicótico, de la disonancia cognitiva, de los tentáculos del mal que anida hasta en una lata de gulas en aceite de girasol. Ahora, falta algo. Tienes que decir en cualquier foro que el otro no puede ser feliz si su orgullo, obra del maligno, le impide ver tu verdad, la gran y única verdad tan luminiscente como el rayo perfecto en el cielo oscuro. Imposible. Sólo hay un camino.
No puede ser que seas feliz, (y todavía se ilumina más rostro del creyente que no parpadea y da miedo) y seas científicamente sano en el plano físico y mental, a base de caminar una hora y media todos los días a las cuatro de la madrugada escuchando a Caetano Veloso durante la caminata. Una buena ducha a la vuelta, un desayuno discreto a base de café con leche y una manzana. Besar a tu familia en la frente antes de salir de casa, desearles un buen día. En el trabajo ser empático pero no tonto. Tener capacidad para decir que NO. No entrar en guerras sucias por banalidades y luchas de egos desgastadores de neuronas que nunca llegan a buen puerto. Volver a casa bien respirado, con capacidad suficiente para advertir cuando necesitas ser cuidado, y dejarte cuidar. Practicar 20 minutos de Yoga. Leer el emocionario con tu niña pequeña. Visitar a tus padres, reír con ellos. Y aún con tiempo de dedicar tu tiempo libre a otras personas que necesitan de una mano que empujen su silla de ruedas para acudir a una bolera, o dinamizar un club de lectura para personas con discapacidad intelectual, sin encerrarte en la concha de un caracol. Y aun así, no es el camino, al contrario, parece que anda suelto Satanás.
3.
Nos descubrieron, primo. Ahora, siglos después, es fiesta conmemorativa de aquel día. Según parece estábamos en la edad de piedra y razón no les faltaba, se permitía a la clase dirigente decir cualquier cosa a la sufridora ciudadanía aun faltando y rasgando a navaja verbal dignidades y capacidades intelectuales. Se hablaba de las necesidades de la gente sin preguntar lo que la gente necesitaba. Nos habían borrado, reseteado, enmudecido. Éramos, como decían los filósofos de la época: caldo de pollo. Había más corrupción que nunca, más desigualdad social que nunca, se había olvidado por completo lo escrito y pactado en forma de contrato social, la soberanía era como una hoja de coca en forma de chicle, se rendía tributo al dios de cada uno o una, la diplomacia era un traje negro y una camisa blanca con una sonrisa profident de palabras vacías que se pagaban muy caras, se dejaba morir a personas en el mar como si fueran objetos de cambio, a ancianos en residencias, a niños de hambre, a niños como moscas. Se creaban comisiones parlamentarias como si fueran series de televisión para perros. Estábamos deprimidos y ansiosos. Pareciera que no había límite en la expansión del esperpento que con furia apocalíptica nos confundía, nos alejaba a los unos y a los otros, formando dos líneas paralelas incapaces de converger en una sola idea de bien. Así que llegaron por la costa, nos descubrieron, nos sorprendieron, traían tecnología que nunca se había visto, ni en sueños, crearon alianzas con una mímica muy atractiva, sensual, se expandieron más y más, de paso fueron cogiendo, unas veces a la fuerza, otras no, lo que les interesaba coger, cosas valiosas, mercancía de la buena, oro tecnológico, igual que antes de antes y de antes, y a cada pasito un edificio mucho más grandioso del que había. Una ciudad nueva o transformada a su forma de concebir la sociedad. También su lengua y su religión fueron poquito a poco haciéndose fuertes, su manera de sentir y llevar a la práctica su idea la organización social y política, distinta a la que teníamos nosotros, se iba asentando fértil, muy fértil, como toda su cultura. Lo que fuimos desapareció, salvo para la arqueología y la historiografía. Ahora tampoco nos ponemos de acuerdo en qué pasó de una manera más o menos objetiva, le digo a mi primo en este día de fiesta, en el que hemos venido a la plaza del descubrimiento en un platillo volante.