Réquiem por España, según José Antonio Vergara Parra

Réquiem por España

Dios contradicente, el próximo treinta de mayo, el Congreso de los Diputados asestará el descabello definitivo a una España moribunda. La Ley de Amnistía, de inconstitucionalidad y amoralidad apabullantes, será aprobada e inmediatamente voceada en el BOE. Pueden adornarlo como prefieran pero la citada Ley de Amnistía viene a confirmar el uso alternativo y despreciable del Derecho. Según parece, la presidencia del Gobierno bien merece no ya el indulto, que también, sino la inexistencia sobrevenida de gravísimos delitos enjuiciados y sentenciados por el Tribunal Supremo.

En el estarán los de siempre. Independentistas y racistas periféricos, una siniestra desnortada que ha comprado los mantras de la igualdad desigual, federalismo asimétrico y demás perversiones finalistas del lenguaje y, por descontado, los estertores de la social-democracia que, al albur de las circunstancias, igual hila que trasquila. En el no estará lo que la propaganda bolchevique llama fachosfera; es decir, el centro derecha cuyo amor y fidelidad a España es impostado o, de ser veraz, languidece frente al qué dirán.

La izquierda dice verdad cuando afirma que, tras la bandera y demás liturgias patrioteras, se cobijan los más eminentes traidores a la patria que, para ser sinceros, sólo adoran a un dios: el dinero. Pero no dice toda la verdad pues somos legión quienes nos sentimos dichosa y orgullosamente españoles sin que, por ello, merezcamos adjetivos descalificativos. Por lo que a mí respecta, determinadas maledicencias tornan en halagos cuando proceden de labios ofuscados cuando no necios. España será tanto más hermosa y prometedora cuanto más unidos estemos.  La unión, antes que un antónimo, es un vigorizante de la pluralidad. A Vascongadas y Cataluña les ha ido mejor con nosotros, y a la inversa. Todos los indicadores económicos confirman este hecho aunque la patria es mucho más que un glosario de recíprocos beneficios comerciales. Espectros significativos de las sociedades catalana, vasca y, en menor medida, la gallega, se han dejado seducir por predicadores del odio, la ignorancia, el egoísmo y la supremacía racial.  Fluidos que, en proporciones dispares, exudan los respectivos líderes tribales de ayer y de hoy.

Las desgracias, como de costumbre, nunca vienen solas. A los sempiternos mayorales de Vascongadas y Cataluña le han salido inesperados acompañantes de viaje.  De un lado los que, para disimular fechorías y/o incapacidades, se envuelven en la senyera y en la ikurriña con fervores cercanos al éxtasis. Serían algo así como las fachosferas de txapela y barretina. De otro, el pesoe del Señor Sánchez al que no le importa que España pierda si ellos ganan. No ha dejado promesas por quebrantar, memorias por profanar ni líneas rojas por franquear. Mientras Sánchez, pese a todo, logra conciliar el sueño, imagino que los compañeros asesinados por ETA deben estar revolviéndose en sus tumbas. No son las únicas ánimas inquietas. Las otras debieron experimentar algo parecido cuando alguien se refirió a ETA como Movimiento Vasco de Liberación. Aquestos y esotros han acercado presos etarras a su amadísima Euskal Herría mientras los muertos no se han movido de sus tumbas. Y es que los muertos muertos están y para ellos ya no hay derechos humanos que valgan. Se comprende. La impudicia, digo.

Desolador panorama. Las izquierdas, la de pedigrí y la impura,  dicen buscar la igualdad y solidaridad de una España cada vez más desigual y egoísta. Y en ese afán, y en esa desidia, andan unos y otros. En una España reparcelada, es decir, en una España difunta, las oportunidades de todos serán notablemente inferiores a las que resultarían de estar juntos en un destino común. Diere la sensación que España y los españoles importan poco o nada para sus eminentísimas señorías.

¡Ay, mi España! Diana de acomplejados y subterfugio de malhechores. Memoria flaca de unos, pretexto para otros. Ubres para todos, que amamantan y avían para cuando vengan gélidos los vientos. Sabemos por experiencia que las pulgas elegirán a  los famélicos. Siempre fue así. Los hijos de las revoluciones e involuciones acaban bebiendo las hieles de unas y otras.

Decreto de 27 de abril de 1931 del Gobierno de la II República. Permítanme que explicite un párrafo del mismo:

“Una era comienza en la vida española. Es justo, es necesario, que otros emblemas declaren y publiquen perpetuamente a nuestros ojos la renovación del Estado. El Gobierno provisional acoge la espontánea demostración de la voluntad popular, que ya no es deseo, sino hecho consumado, y la sanciona. En todos los edificios públicos ondea la bandera tricolor. La han saludado las fuerzas de mar y tierra de la República; ha recibido de ellas los honores pertenecientes al jirón de la Patria. Reconociéndola hoy el Gobierno, por modo oficial, como emblema de España, signo de la presencia del Estado y alegoría del Poder público, la bandera tricolor ya no denota la esperanza de un partido, sino el derecho instaurado para todos los ciudadanos, así como la República ha dejado de ser un programa, un propósito, una conjura contra el opresor, para convertirse en la institución jurídica fundamental de los españoles. La República cobija a todos. También la bandera, que significa paz, colaboración de los ciudadanos bajo el imperio de justas leyes. Significa más aún: el hecho, nuevo en la Historia de España, de que la acción del Estado no tenga otro móvil que el interés del país, ni otra norma que el respeto a la conciencia, a la libertad y al trabajo. Hoy se pliega la bandera adoptada como nacional a mediados del siglo XIX. De ella se conservan los dos colores y se le añade un tercero, que la tradición admite por insignia de una región ilustre (Castilla), nervio de la nacionalidad, con lo que el emblema de la República, así formado, resume más acertadamente la armonía de una gran España.”

¿Es éste el espíritu de los que hoy ondean la tricolor? Me temo que no, como tampoco lo fue el de sus redactores. Lo cierto es que los colores, las enseñas, los escudos o los himnos nada son sin la nobleza del pueblo en encrucijadas de la Historia. Todo lo demás es humo y distracción para un público secularmente bueno y crédulo, del que no soy una excepción.

Don Julio Anguita lo advirtió a los suyos: “Lo único que os pido es que midáis a los políticos por lo que hacen, por el ejemplo. Y aunque sea de la extrema derecha, si es un hombre decente y los otros son unos ladrones, votad al de la extrema derecha. Eso me lo manda mi mandamiento interior, mi inteligencia de hombre de izquierdas”.

Lacónica y maravillosa reflexión que, para desgracia colectiva, todos alaban y casi nadie ejercita. Don Julio, con tal argumentación, no renunció a sus férreas convicciones que, desde su honestidad intelectual, creyó idóneas para un mundo mejor, más humano y más justo. Pero antepuso la virtud a las ideas pues, en efecto, éstas sin aquella devienen en cínicos sermones que, en labios corruptos, devalúan la mejor de las doctrinas.

Señor Anguita. Tal vez no me escuche o, de advertirme, no me crea. Lamento no haberle votado cuando pude y debí hacerlo. Le imagino apaciguado y feliz junto a su hijo y sospecho que las cosas de aquí abajo habrán adquirido una dimensión muy distinta. Usted fue patria porque honró la tierra de sus antepasados, porque se vació en la defensa de nobles ideales y porque, a su paso, el ágora recuperó la voz de un pueblo olvidado. Aun con cierta torpeza, sigo sus consejos. En la política nacional, las distancias son largas y las cosas no siempre son lo que parecen. Pero busco al justo y al íntegro sin importarme prejuicios ni estéticas. A aquél que no roba, ni malgasta ni sisa y que respeta la palabra dada. A aquél que buenamente hace lo que puede, que yerra y rectifica, que respeta al adversario político y que hace de la palabra y el ejemplo el más elevado y único armazón de persuasión política.

Con el transcurso de los años uno se va haciendo más sabio y menos exigente, entre otras cosas porque se es más consciente de la propia insuficiencia. Siguiendo a Camus, en mi patria no cabe la pobreza, ese misterio que deja a los hombres sin nombre ni pasado. Me quedo con el perfume del Mediterráneo que invita a imaginar un renovado sentido de la palabra patria, muy alejado de la abstracción que aboca a los hombres a la masacre. 

Bien estará un réquiem por esta España agotada si en su lugar somos capaces de construir, de una puñetera vez, un lugar donde el sol a todos alcance.  Estamos por aquí para desaprender lo aprendido y para renacer después de haber muerto un poco en reiteradas ocasiones. Y en esto, la patria, como casi todo, está por hacer.