Reloj de arena, por José Antonio Vergara Parra

Reloj de arena

“No quisiera ya partir al viaje sin retorno,

sin ser ungido por la lluvia de una tarde de verano,

que son los ángeles que lloran, que son las rosas del desierto.

Quisiera, eso sí, sobre hierba fresca andar descalzo,

refugiarme bajo un fresno en afable deshora

y, entrada ya la noche, desvanecerme entre los nardos.

Quisiera recostarme y perderme en las estrellas,

 entornar la mirada para abrir mejor el alma

al hechizo de Miles Davis o al susurro de Sinatra.”

(de mi poema Reloj de arena)

Siempre lo he intuido pero me negaba a admitirlo. El triunfo o la victoria son actitudes contrarias a la buena educación. Son de mal gusto. Al menos, en la concepción mundana de la gloria. No sólo me parece una afrenta a los buenos modales, que también, sino que además la carga el diablo pues los efectos secundarios pueden ser letales.

El pueblo siente fascinación por los vencedores que, tan pronto son coronados, emanan un halo místico, casi divino, del que las masas andan tan menesterosas. El mundo necesita héroes o heroínas de una manera constante y bulímica. Los entronados no saben que su tiempo es tan deslumbrante como efímero pues henchidas están las cunetas de juguetes rotos.

Cuando los focos se apagan y el teléfono deja de sonar, sobreviene una pendiente muy escarpada que muy pocos saben sortear. El triunfo, el reconocimiento o las distinciones con las que nuestros semejantes nos distinguen no son dañinas per se; en absoluto. Son lesivas cuando dejan de ser un estímulo para seguir haciendo lo que amamos o se convierten en destructivos sentimientos vanidosos. Podríamos explicarlo al revés. Estamos obligados a hacer aquello que nos apasiona sin que la ausencia de honores nos distraiga ni un sólo momento.

No hablo de oídas. La vida me ha dispensado algunos destellos y nada bueno aprendí de ellos. Por el contrario, mientras discurría por las pronunciadas pendientes encontré manos inesperadas y lecciones maravillosas que no se imparten en facultad alguna. Ahora sé que sólo quise subir a un faro para ver el mar desde lo alto y para que la espuma de las olas, dispersa ya en infinitas partículas, bendijera mi frente. Ahora sé, lo sé bien, que sólo quise estar junto a los míos y que en nada hallaría plenitud si dejara de verlos, besarlos y abrazarlos cada día. No habrá estío ni crepúsculo realmente valiosos sin sus benditas presencias.

Tal vez por ello, los perdedores (al menos, en su acepción mundana) me suscitan ternura y cercanía. Yo también perdí para ganar. Sé de uno al que proclamaron rey aun siendo más proclive al cayado que al cetro. Sé de uno que se enfrentó al poder corrompido e hipócrita y se apiadó de rameras y desamparados. Sé de uno que rechazó calesas y atravesó el dintel de la Ciudad Santa a lomos de un borrico. Sé de uno, en efecto, que, por perder, perdió hasta la propia vida para que todos ganásemos. Un rey que, aun sin ejército, conquistó el mundo. Y una Palabra que sutura cualquier intersticio infligido por la espada. Jesús, a la lupa de esta sociedad hedonista y superficial, sería un perdedor absoluto. Comía y bebía lo que sus anfitriones le servían. Dormía bajo noches estrelladas o techos prestados. Predicada sin ambones ni estrados, libre de atavíos y liturgias aparatosas. Quiso venir al mundo entre heno y bestias. Por padre tuvo a un carpintero y no a un bandido de Wall Street. Se movía entre dunas, olivos y peces. Le gustaba la uva y el pan; con la primera brindó en su Última Cena y con el segundo a todos dio para que a nadie faltase. En una copa de madera, sin oro ni piedras preciosas. En una mesa sencilla, franca de encajes y candelabros.

¡Qué suerte el perder y qué suerte su palabra! ¡Y qué suerte saber que siempre habrá una orilla donde desfallecer mientras las olas se hacen pequeñas e inofensivas!

¡Qué suerte saber que cuanto más desciendes más firme es la tierra y más amplio el cielo. Qué suerte sentir que en mi pluma manda Él y no mi ego!

Claro que hay un triunfo; el de la Verdad. Un triunfo íntimo y rocoso. Un triunfo que apacigua hasta límites insospechados. El triunfo de los principios y convicciones morales que jamás deben plegarse a conveniencias y apaños efímeros tras los que sobreviene el vacío. La nada.

Los laureles de este mundo sólo tienen valor si no requieren de un armisticio ético. Donde no hay verdad no hay lugar para la belleza. Habrá quienes, en esta reflexión, atisben únicamente una idea romántica y quimérica; incluso falsa. Mas del odio, la venganza o la ira nada bueno puede germinar.

Reconozco, eso sí, que una cosa juntar cuatro letras y otra muy distinta acompasar los hechos a las ideas. Las trampas con los que uno se topa por el camino son reincidentes, machaconas y acostumbran a ir de incógnito. Es el maligno, que existe y adopta mil formas distintas. Resulta crucial, por tanto, tener una constante presencia de Dios donde la oración no es escamoteo ni debilidad sino el insoslayable reseteo del alma.

Estas reflexiones mías no deben ser entendidas como una apología al fracaso pero sí como un modesto cántico a la humildad y al ejercicio compasivo de los dones que nos han sido concedidos.

¿Acaso no brillan las medallas mientras regueros de madres, encorvadas y tristes, depositan una rosa en las tumbas de sus hijos?  Labios que, por besar mármoles postreros, perdieron el ardor que alguna vez tuvieron. Mansos que de buena fe creyeron que luchaban por su patria, y no por una patraña de locos. Siempre ganaban los mismos; los que tensaban los arcos y fraguaban espadas mientras carne muy tierna hacía de diana.

¿Acaso no chirrían las alambradas mientras trovan las aves? Prados de hierba recién mojada y laderas desquiciadas que embarran las llanuras donde pacen las terneras.  Carneros que se desangran en contiendas canallas para provecho de lobos y carcajadas de medieros.

Pues eso. Que no hay triunfo posible cuando se malvende el alma o se compra el cielo.

 

 

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