Reacción tardía, por José Marín

Reacción tardía

Creo que es bastante común que en ocasiones nos sucedan cosas que mientras suceden pasen desapercibidas para nosotras, que estemos como en piloto automático cerebral y no haya reacción o implicación directa en mismo momento en que suceden. No me refiero a acontecimientos lisérgicos, por decirlo de alguna manera, en los que se te cruza por la carretera un hipopótamo de camino al Acho, por ejemplo, ni tampoco a que te llame por teléfono tu pareja justo cuando te estás masturbando; eso más bien sería causalidad, un escrito en las estrellas, algo bíblico; me refiero a hechos más cotidianos y terrenales que, pasado un buen rato, rescatas de ese rinconcito del cerebro reptiliano y te dices: ¿Esto es verdad? Utilizando el verbo en presente, porque es ahora y no antes cuando has reaccionado.

Mi gran amigo Javier iba dirección a Cáceres en busca de sacar una oposición un mañana muy temprano en la que se confundía el amanecer con el mismísimo anochecer del fin del mundo. No parecía existir ser humano por esas lindes a tales horas, solo animalejos escondidos y la neblina suave haciendo más fantasmal la vida en la tierra. En esas, mientras tatareaba los aspectos más relevantes de la España de principios del siglo XX, en un stop simpático lo que parecía ser un guardia civil le da el alto. Para. Baja la ventanilla: “Buenos días caballero, ¿no se ha dado cuenta usted que por esta carretera el máximo de velocidad permitida es de 80 km/h y usted iba a 93 km/h? Mi amigo dijo: Sí. Después tomó con su mano derecha el papel de la multa y la dejó en el salpicadero. Más adelante, como media hora después, vio un papel en el salpicadero. Entonces al leerlo cobró plena conciencia de su ser y se dijo: ¡Pijo!, ¿esto es verdad?

Supongo que esta desconexión de la realidad deberá tener alguna explicación psicológica, pero no tengo a mano a Vallejo Nájera para preguntarle. En mi caso, una mañana insulsa e insípida, una mañana terroríficamente igual a la mañana del día anterior y del anterior y del anterior, hace muchos años ya, una llamada telefónica interna me advertía de la presencia de un hombre que venía buscando ayuda. Que suba, dije.

Valentín abrió la puerta y cortésmente dijo: Buenos días, ¿se puede? Pase, pase, dije yo. Cuando alcé la mirada vi a un hombre de unos 50 años con los ojos muy azules y muy grandes que parecía salírseles de las órbitas, tanto que daba un poco de miedo mirarlos directamente. Su ropa era vieja y sucia. Gorro negro, pantalón vaquero y abrigo gris hasta la mitad de los muslos. Un ropaje que no hacía nada de juego con su persona. Curiosamente olía dignamente bien a pesar de tanta suciedad. También llevaba un carro de la compra que parecía estar a punto de vomitar objetos, verde, sucio, con cosas colgando atadas con cuerda de pita, una rueda torcida, un saco de dormir en el hueco de abajo y una manta enrollada arriba. ¿Cómo se llama? Valentín, me dijo. ¿De dónde viene y dónde ha dormido? De Alicante, dijo, he dormido en la estación de tren. ¿Ha desayunado algo? Algo, me dijo. ¿En qué puedo ayudarle?

A partir de ahí me contó que había padecido una enfermedad grave y que había sido operado recientemente en un hospital en Alicante. Que le dieron el alta y que todavía quedaba algún tiempo para su próxima cita. Me enseñó una hoja con unas instrucciones médicas y un teléfono para consultas. Otro documento donde había unas indicaciones médicas en el caso de acudir a un centro de salud o servicio de urgencias. Que cobraba una pensión no contributiva escasísima y que con eso subsistía a duras penas. Que se había quedado ese mes sin dinero ya. Que llevaba viviendo en la calle de pueblo en pueblo, de ciudad en ciudad, desde hacía más de cinco años. Oriundo de Asturias, dijo, me mostró después lo que tenía tras ese abrigo gris. Una bolsa con un macarrón trasparente donde iba a parar la orina. Un parche blanco con un mini agujero por donde se inyectaba unas vitaminas; yo mismo me lo hago todo, he aprendido rápido, dijo. Yo estaba en piloto automático, sin reacción al ver lo que ese hombre tenía bajo las capas de ropa. Necesito un billete de autobús para ir Murcia, y si es posible un carro de la compra parecido a este. No tengo ahora suficiente fuerza como para arrastrar este con la rueda torcida. Valentín, le dije, no hay problema con el billete de autobús, pero el carro de la compra tengo que verlo, ¿seguro que estás bien y no necesitas algo más? ¿Tienes donde pasar la noche? Y añadí para azucarar la mañana: “Hago aquí mismo unas gachasmigas líquidas y la metemos en varias jeringuillas”. Su sonrisa delataba a una persona noble.

A veces es más sencillo que un cirujano japonés opere a distancia en un hospital nipón a una señora ingresada en un hospital de Arkansas que conseguir un carro de la compra y que el mundo siga girando. Tras varias llamadas, mi capacidad de persuasión hizo efecto y conseguí lo que quería: comprar un carro de la compra en un chino. Valentín me agradeció la ayuda, vació todo de su antiguo carro y ordenó de muy buenas maneras toda su vida material en el carro nuevo. Luego se fue: Gracias por todo, amigo.

Al llegar a casa, ese día insulso e insípido, y tras sacar de mi bolsillo el ticket de compra del carro de Valentín, me dije: Joder, ¿esto es verdad? ¿Es verdad lo que he visto hace cuatro horas?

En España después de tanto progreso y tanta tecnología y tanta historia, más de 37.000 personas viven en la calle, y cada año el asunto crece y crece, como nuestra incapacidad de reacción instantánea.