Quiero ser una amiga y no quiero ser prostituta, por Maura Morés

Quiero una amiga y no quiero ser prostituta

¿Por dónde empiezo? La decimosexta película de época, ahora llamadas period drama, con trama de enamoramiento lésbico destinado al fracaso por las ataduras de sociedades pretéritas, Ammonite, que hace referencia a unos fósiles de moluscos del estilo de los nautilos de las eras Paleozoica y Mesozoica, no podía contar con más atractivos: director británico intimista, una playa desolada y descolorida donde la paleontóloga victoriana Mary Anning (siempre marginada por una Sociedad Geológica dirigida por hombres pudientes y bien relacionados, como todos los institutos británicos de ciencia) malvivió vendiendo y exhibiendo hallazgos personales de su costa jurásica de Dorset, desenterrando y estudiando sin descanso… y sin reconocimiento… Maravilloso, de primeras. No hay nada mejor para el feminismo que sacar a la luz biografías así: trabajo físico e intelectual a cambio de desprecio, parasitismo o una mínima curiosidad condescendiente; un terrible clasismo que siempre mantuvo a una mente brillante, que logró desentrañar las nieblas de una temprana paleobiología cuando sus pobres padres y su iglesia congregacional sólo habían podido enseñarle rudimentos de lectura, apartada de círculos de ciencia endogámicos… Cuando leí que mi tocaya Anning, que jamás se casó -probablemente por sus escasas dotes para la vida social y su pasión por esta peculiar arqueología animal, que no la haría la mejor ama de casa-, había conseguido atraer hasta a su hogar y estudio a aristócratas y prestigiosos coleccionistas que hicieron constar su talento y mente de visionaria para nada, y había dedicado su exigua salud, menguada por la pobreza material y el sufrimiento psicológico, a lo que siempre la fascinó, sin doblegarse jamás, el ansia por saber más de ella me quemaba.

Pero la película no es ni remotamente biográfica, y aprovecha la anécdota de un geólogo pionero -que por varón, adinerado y ex-militar sí llegó lejos en su carrera, sin menospreciar sus capacidades- que recaló en la zona y permitió a su esposa Charlotte alojarse con Anning para impregnarse de sus conocimientos de campo, ya que le ayudaba con sus investigaciones, para inventar el estallido de una pasión homosexual latente cuando las dos señoras conviven solas, a pesar de que ni Charlotte Murchison necesitaba «renacer» al lado de ninguna congénere ni tenía otro interés que formarse junto a la científica, que intercambiaba correspondencia e incluso desenterraba codo con codo con profesores de Oxford y Cambridge. Se podría haber hablado de cómo Anning y su amiga Elizabeth Philpot se convirtieron en fuente imprescindible para naturalistas célebres y de cómo esa admiración nunca sirvió para que entraran en el mundo académico y divulgativo de élite. También haber dejado constancia de la hermosa relación entre Mary y Charlotte, lógicamente aprobada por su esposo, que intercambiaron saber y compañía y nunca perdieron el contacto -Mary fue invitada a la casa de ambos en la capital-.

Pero los directores de cine, creyéndose transgresores, están mutando en los peores Señores, con mayúscula, y además contagiando esa mentalidad de viejo verde y malicioso a las mujeres, y no pueden comprender una amistad como la que todas desearíamos, honda y fraternal, ornada además por el interés común por algo tan fascinante y desconocido a principios del XIX. A partir de ahora, Jane Eyre mantendrá relaciones lésbicas con su entrañable Helen del internado, ya que compartir cama y confidencias, una necesidad femenina que jamás ha precisado de nada físico -y de la que deberíamos enorgullecernos frente a la torpeza y desgana con la que expresan sus angustias y necesidades de comunicación, por lo general, los hombres-, es vista en el mundo del cine -irónicamente, hoy- como una señal codificada de interés sexual.

Desde el British Film Institute hasta Netflix, HBO y Lilies Films, se nos bombardea con la insistencia de transformar amistades del pasado que no entrañaron ninguna atormentada necesidad erótica, amistades que podrían ser la mía con la redactora de este medio, en relaciones sexuales clandestinas que, por lo general, además son encarnadas en comportamientos animalizados y prácticas sexuales que, sin saber cómo, dominan en media hora tras una vida entera a dos velas. Me parto. Con razón a la mayoría de lesbianas no les gustó La vida de Adèle. Pasa lo mismo en Retrato de una mujer en llamas, y aquí me duele el doble porque la directora es una mujer. Una señora se hace Señor, renunciando a comprender de otro modo los afectos del alma entre chicas solitarias y desatendidas que al fin pueden hablar, abrazar, desahogarse, expresar miedos y gustos ocultos… y despachando con revolcones toscos milenios de sensibilidad femenina, plena de capacidad de atención, entrega, intercambio amoroso sin babas… Pero al menos, Retrato de… habla de mujeres ficticias, aunque insista en el tópico de que una artista independiente, para alcanzar la cima de su vocación -Marianne pinta retratos, de ahí el título-, debe adoptar maneras de tosco pescador o nada.

El feminismo que menos me convence es aquel que confunde polvos de tocador o gargantillas con ñoñería y gilipollez infantil, quizá porque soy feminista y presumida, y «eleva» a la mujer desmaquillando, encorvando, tiznando su físico. Mary Anning es una suerte de cuervo envejecido y corcovado, Marianne debe ser fumadora en pipa cual pastor, conocedora de drogas, arrojarse al mar con el descuido de un adolescente que viviera sin ley, de un Mowgli… no se altera frente a un aborto provocado como si fuera un frío cirujano sin útero. Hay mujeres de todo tipo, pero flaco favor prestas al lesbianismo si el patrón es invariablemente el de una integrante de la pareja mayor y avasalladora frente a otra mucho más dulzona y hasta cándida. ¿No habéis visto nunca a dos chicas que se compenetren siendo ambas hasta cursis o de aire pasivo? Si no queremos que todos los hombres entren en un molde donde prime la rudeza y una forma de seducir brusca, ¿por qué ahora tantas mujeres, empezando por una Mary Anning que no dejó constancia de ser lesbiana, no salen de esas características? ¿Por qué Kate Winslet es la de las manos callosas y el cutis con rosácea sin tratar y Saoirse Ronan la del vestuario de atelier coqueto y los defectos paliados por reconocibles remedios de belleza que no serían ni necesarios debido a su juventud? ¿Por qué parece que Mary o Marianne te soltarán un guantazo de padre en determinadas ocasiones? Y, lo más importante, ¿por qué ya no podemos tener amigas si les abrimos tanto el corazón?

Hay lesbianas que contaron lo que eran en diarios hasta en épocas donde no se concebía ese tipo de amor, y que no caminaban espatarradas ni carraspeaban como el Aberroncho. Podrían rodar sobre ellas. Así nos ahorraríamos cosas, y digo cosa y no película, como La favorita -casualmente, siempre casualmente, la dirige un señor que además perpetra invenciones bastante turbias-, donde Ana Estuardo es lesbiana porque sí, porque él quiere, y además tiene como amante a una duquesa de Marlborough que viste pantalones en el siglo XVIII y dispara a aves para desfogarse y entretenerse -no conozco a ninguna mujer que cace sin alterarse, lesbiana o no-. Porque, probablemente, si Rachel Weisz derrochara su belleza cuasidivina soltando su melena y luciendo fantasías postbarrocas hechas tela no sería digna de llamarse lesbiana para el director y para una opinión del mundo artístico que se mantiene, frente a mi estupor, totalmente ajena a estas estupideces e incluso las jalea.

También es continuo lo de convertir en prostituta a cualquier personaje de la Biblia o de textos antiguos que aparece simplemente como «pecadora». María Magdalena es prostituta sin pruebas, la mujer del bálsamo que enfurece a Judas es prostituta, la samaritana es prostituta, toda señora que sigue a Jesucristo -se da por hecho que carecían de vínculos familiares, porque tuvieron iniciativa para anteponer la misión propuesta por su Maestro a amasar pan- y que se mueve libremente por Palestina es prostituta, porque si no, de qué va a acompañar a sus seguidores sin que nadie la reclame en su aldea. Porque no podían ser madres de otros discípulos, solteras o viudas, claro que sí. La única manera de que Cristo te acepte en su «grupo de comerciales» es proviniendo de la prostitución, y el único pecado que existe en el mundo humano es el adulterio o la venta del cuerpo. Lo mismo una calificada de «pecadora» podría haberse tratado con un leproso, o vete tú a saber, pero no hay feminista de baja categoría con más orgullo que Don Rodrigo en la horca que se baje de la burra de la prostitución.

El último en subirse al carro fue Pérez-Reverte con pseudónimo, o un amigo suyo, en las historias eróticas de Zenda, inventándose que María Magdalena fue secuestrada por romanos de una casa pudiente y se convirtió en la ramera de lujo de un oficial, al final con placer, porque no hay nada que guste más a un Señor (marca registrada) que la historia ultramanida de la cautiva cautivada por músculos sudorosos de Russell Crowe romano.

Necesito con toda mi alma una novela, una película o un ensayo feminista con amistades entre mujeres como puede ser una misma, y heroínas -o mujeres que abandonen sus hogares y comodidades por una causa- que consigan hazañas habiéndose dedicado previamente a la costura. Porque este empeño en mostrar relaciones lésbicas muy visualmente gráficas y en plantar prostitutas por doquier, no se lleven a engaño, es la enésima muestra de misoginia y obsesión por reducirnos a un cuerpo que siempre aparecerá más a la vista que el del hombre. Por algo estas películas mencionadas no se conforman con besos o compartir cama tapadas hasta la barbilla, como la mayoría de las de romance con un hombre de por medio. El interés primordial -todas las críticas que he leído de la última, Ammonite, en las plataformas de análisis de cine, son de hombres que creen entender la amistad y un amor que les es ajeno- es el que es: ir socavando a cada paso nuestra condición hasta que sólo podamos ofrecer piel y carne.

 

 

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