Que vuelva el NO-DO, por favor, según José Antonio Vergara Parra

Que vuelva el NO-DO, por favor

Los que tenemos cierta edad recordamos el Noticiario y Documentales Cinematográficos que, cuan aperitivo propagandístico, precedía a las pelis de Bruce Lee y de Bud Spencer y cía. Nótese el uso la conjunción copulativa y y no de la disyuntiva o pues la peseta, más respetada y soberana que el euro, permitía sesión doble y mejores precios. El  No-do, cuya sintonía tarareo mientras escribo estas líneas,  mostrábanos grandes inauguraciones, festejos varios y, naturalmente, la vida y milagros de los bienduchados de la época. Lo que viene siendo un cortometraje de propaganda donde se mostraba lo bueno y se ocultaba lo no tan bueno.

Alzados los niveles de azúcar en sangre tras la ingesta del No-do, nos aguardaban un par de películas donde los buenos molerían a palos a los malos pues se impartía justicia a base de bien, sin procurador ni abogado, sin puntillas ni puñetas.  Tras tres horas de risas, aplausos y desahogos, salíamos del cine con pipas de menos y felicidad de más.

Uno fue creciendo a medida que el régimen languidecía. Franco murió y su testamentario y, por entonces, plenipotenciario Juan Carlos Alfonso Víctor María de Borbón y Borbón, tomaría una de las mejores decisiones de su vida: el nombramiento de Adolfo Suárez como timonel de la transición española.

 “Libertad, libertad, sin ira, libertad, guárdate tu miedo tu ira porque hay libertad, sin ira, libertad. Y si no la hay, sin duda, la habrá.”

Esto cantaba Jarcha entre el recelo de media España y la esperanza de la otra media. Unos mayores supieron de aquella segunda república ilegalmente autoproclamada, definitivamente fallida y ocasionalmente criminal. Los otros mayores, los que perdieron la guerra, conocieron las hieles de la dictadura de los vencedores. Falta por saber qué habría ocurrido de ganar la contienda el Frente Popular aunque, conociendo lo que hicieron durante aquella república, mejor ni imaginarlo.

Sabemos lo acaecido después aunque pocos nos atrevemos a ir un poco más allá. Sin negar el éxito de la Transición, parece evidente que la urgencia y prioridad del momento dejó trasuntos medulares inconclusos, amén de claudicantes tibiezas semánticas. De aquellos hilvanes estos descosíos.

Desde la instauración de la democracia (el menos malo de los sistemas políticos conocidos) no han faltado ladrones, sinvergüenzas, troleros, amnésicos, traidores y demás enemigos confesos o velados que, con sus acciones y/u omisiones dolosas, han devaluado la democracia hasta límites muy preocupantes. Para ser justo he de reconocer que esta deriva no habría sido posible sin la colaboración de una parte demasiada significativa de la sociedad que, previa y capciosamente quebrada, ha  confiado sus legítimas convicciones ideológicas a custodios de muy dudosa reputación. Albaceas, digo, que antes que ser sólo quieren estar; que conciben la alta política como una lonja en la que se intercambian principios éticos e ideológicos por dividendos societarios y donde, en definitiva, prima el interés partidista sobre el interés general de España.

Confieso que soy negacionista. Y asertivo a ratos.  Por mi culpa y por mi gran culpa aunque ruego a los Ángeles, a los Santos y a todos los que cuidan de nosotros, que me permitan seguir siendo una cosa y la otra.  Niego que nada tenga más valor que la vida de un ser humano. Niego al aborto la categoría de derecho. Acaso, y por razones eugenésicas, embriopáticas y éticas, podría considerarse como una eximente de la responsabilidad penal.  Me niego a llamar Dana a la gota fría de toda la vida. Afirmo que el hombre puede y debe acometer cuantas obras sean necesarias para proteger al pueblo de los embates de la naturaleza. Me niego a criminalizar a toreros y cazadores. Rotundamente, además. Afirmo que el progresismo no es necesariamente bueno ni forzosamente malo el conservadurismo, pues hay pasos que conviene no dar y huellas que conservar. Y viceversa. Niego bondad alguna a la lucha de clases y al capitalismo sin alma. Afirmo que el obrero guía mis pasos y que, gracias al empresario, hay obreros y camino. Afirmo que, de continuo, no podemos gastar más de lo que ingresamos salvo que queramos ligar nuestro futuro a los designios de los acreedores. Niego autoridad moral alguna a quienes, hasta hace bien poco, sufragaban, justificaban o callaban ante el asesinato de casi mil españoles inocentes; mujeres y niños incluidos. Escucharles en la sede de la soberanía nacional dando clases de democracia me produce arcadas.

Desde la correcta aconfesionalidad del Estado, afirmo que la Iglesia y religión católicas, por Historia, usos y costumbres y por nuestra propia supervivencia, merecen un trato desigualmente favorable. Konrad Adenauer, uno de los cuatro padres de Europa y responsable del milagro alemán de la postguerra, dejó dicho: “es ridículo ocuparse de la civilización europea sin reconocer la centralidad del Cristianismo”.

Afirmo que los verdaderos fascistas de hoy son los que así llaman a los demás. Porque justifican la fuerza y quebrantamiento de la Ley perpetrado por golpistas y sediciosos. Porque validan alianzas con criminales y sus apologetas. Porque, cuando el pueblo habla en su contra, exhortan al asedio del Congreso. Porque, mientras enarbolan la bandera de un feminismo radical y de cuota (es decir, ofensivo para las mujeres valerosas), fantasean con flagelaciones de periodistas hostiles. Porque se licuan de gusto ante las agresiones a los miembros de las fuerzas y cuerpos de Seguridad del Estado. Porque odian la prensa libre; es decir, la que desmonta el relato y propaganda bolcheviques.  Porque no ha mucho presumieron de tener las pistolas.    Porque se avergüenzan de una patria a la que después piden cuentas. Porque abren el centro de las grandes urbes al toyota prius de Borjamari y Carlota mientras proscriben el paso a la C15 diesel de Manolo el fontanero. Los ecologetas con pedigrí iban de shopping  y el segundo a ganarse el pan.  Son así de cursis. Y de ridículos.

Seguro que en el régimen también sisaban lo suyo mas, entre aquellas maravillosas novelas radiadas, como Lucecitas o Simplemente María, o la televisada Crónicas de un Pueblo o los Chiripitifláuticos, vivíamos felices y ajenos a los tejemanejes del poder. Éramos ingenuamente felices pero felices al fin y al cabo.

Sarcasmos aparte (que ayudan a sobrellevar la decadencia del sistema),  defenderé siempre la axiomática primacía de la democracia sobre cualquier otra articulación política de una sociedad pero, ¿qué entendemos por democracia? Su etimología nos aclara su esencia medular: el gobierno del pueblo mas, ¿cómo la fraguamos para que su naturaleza no se vea lastimada y, finalmente, aniquilada en la praxis?  He ahí la cuestión.

Me fatiga tener que explicarlo una vez más. Es un esfuerzo estéril para los enemigos de la democracia e innecesario para quienes, como un servidor, sabemos de qué va. No se trata únicamente de una competencia cognitiva sino también volitiva pues, desde plataformas y capacidades dispares, somos muchos los que queremos que el verbo se convierta en carne, si se me permite el símil. Hoy, la corrupción de medio gobierno, del mismísimo Fiscal General del Estado y del hermano y esposa del número uno es, por su hedor, insoportable. Un número uno que, antes que rendir cuentas con la Justicia, es capaz de sodomizar la democracia para convertirla en una dictadura bananera. De hecho, ya ha dado pasos significativos en ese sentido. Asusta saber que tras los principales partidos hay legiones de fervorosos y acríticos devotos a los que la mentira, la traición y el pillaje nada les importa mientras sea de los suyos. Lo que me lleva a reafirmar que la ingeniería del odio, la decadencia ética y moral de la sociedad y el chalaneo de las voluntades ajenas dan sus frutos.

Soy pesimista, por tanto. Debe ser el peso de los años y lo que he visto, oído y sabido. No pasa un solo día sin que lamente no haber votado a Don Julio Anguita pues, antes que lisonjas postreras, mereció mi confianza. Por honrado y cabal. Por mesurado, respetuoso e instruido. Porque entendió, como Aristóteles, que la ética debía guiar la acción política. El uso de la razón, para discernir lo provechoso de lo desdeñable, es instrumento necesario pero no único. Si en verdad queremos que la política proporcione virtud y felicidad a los ciudadanos, la política debe elegir el bien y condenar el mal. Debí haber sacrificado parte de mis convicciones pues tras la honestidad e integridad ética lo demás adviene por añadidura. Mientras el cielo no nos mande a un político de talla parecida, casi que prefiero el NO-DO. Naturalmente, es ironía aunque no exenta de tristeza.