Que por nadie pase, según Pep Marín

Que por nadie pase

Hay que ver cómo tengo esta temporada las macetas de aloe vera. ¡Qué maravilla! Con lo que han soportado las pobres: sin agua, sin mí, luego un aguacero, luego un sol picante, después granizo, y para colmo alguien orinó en ellas en una fiesta atormentada, un sinvergüenza traidor, hasta que me dio por hacerles un poco de caso. Me recuerdan a las Islas Canarias. Quizá por la tierra negra, quizá por esas piedrecitas blancas que he ido cogiendo de la ladera del río. Qué agradecidas, qué resistencia, y sin rechistar como cualquier esclavo. No como los geranios que, algunas mañanas, me los he encontrado acostados en el suelo, solicitándome agua y un cuarto de aspirina. ¡Vaya juerga llevan los geranios!

En esas, contemplando la mañana de abril desde mi balcón, es cuando mi pareja viene a mí a hurtadillas, con una nueva desesperación y obsesión en la mirada.

—No conoces a tu hijo —me dice.

De buenas a primeras, la armonía mañanera se erosiona a la velocidad de la luz. Tanto que si avanza más, tendría un gusano de la muerte comiéndome el globo ocular. Pero yo ya dije que me incineraran. Imagen fuera. Contesto:

—A mí me da que es una buena persona. Con saber eso me basta.

—¿Te basta? —me dice—. No te das cuenta de nada. Vives en una burbuja antiemociones. Tu hijo se está enamorando de mi hermana Tula.

—¿Tula? —le digo—. 18 años, tu hijo 13. No lo veo tan disparatado.

(Enseguida me doy cuenta de que he dado por hecho que no pasa nada si alguien se enamora de su tía, o si la tía se enamora de su sobrino, salvo aquello de ser, en potencia, la comidilla del barrio a los pies de los mostradores de las distintas tiendas, el murmullo de la gente, la excomunión, la santísima inquisición y el hecho de que sea la hermana de mi pareja. Mi pareja, que se ha ido corriendo, una vez más, a la cocina. ¿Qué tendrán las cocinas? A llorar).

La abrazo. Le digo que no creo que pase a mayores. Que una cosa es la afinidad y otra cosa es el enamoramiento, precedido de… me callo. (Procuro pensar las palabras como quien intenta sortear un campo de cardos borriqueros).

—Ella le hace guiños cuando se ven. Y se van juntos a leer. A saber lo que le estará diciendo la niña, la niña que ha empezado ya la universidad, para tenerlo tan absorto en la contemplación de un caramelo inmoral.

No sé si será contraproducente decir que esto en la India es muy habitual. Me callo. Le beso el cuero cabelludo. Le digo que el tiempo, el tiempo pasará, y que la historia triste de su cabeza morirá como murió Eskorbuto.

Me doy cuenta perfectamente de que lo mío no son las comparaciones en momentos de moral baja, de moral zarandeada. Mientras, irremediablemente, cosas mías, me paro a pensar qué sería, y al fin me sale: nueracuñada.

Mi pareja se suelta de mí. Nada la puede consolar en estos momentos. Se ducha y se va de casa.

Es el momento de colocar la esterilla en el suelo y tumbarme a meditar. A sentirme. Duro poco. Cada vez me concentro menos en lo que estoy haciendo y paso a hacer otra cosa a la que tampoco le presto atención. Miro el móvil. Mierda. Mi inteligencia está perdiendo posiciones en los cien metros lisos.

Aprovecho la soledad momentánea para entrar en la habitación de mi hijo. Es un ordenado desorden como de tienda de antigüedades. La pecera. Unas chanclas clavadas en la pared. Una monja negra. Un señor campanario con un nido de cigüeñas. Espirales por la pared. Elvis Presley. San Mamés. Piedras de muchos colores sobre el escritorio. Corchos repletos de fotografías de viajes, de seres un poco raros, como este señor muy mayor lleno de surcos en la cara, con un cigarrillo en la comisura de sus labios y con una mirada verdosa que parece de un joven de 15. Una caravana sostenida por un globo. Un ovni. Libros de aventuras. Libros de cómo sobrevivir a base de plantas (hombre).

Como animal que soy, me tiro al edredón y olfateo. Huele bien. Huele como a especias, a sándalo. No está mal. Por lo demás, no veo mucha instantánea femenina. Marie Curie entre tubos de ensayo y la protagonista de Anora. Poco más. Drogas, cero. Las hubiese descubierto a la mínima por aquello de los patrones de escondites yo diría que genéticos. No creo que se me tuerza el zagal, pero todo es posible en esta estimulante época donde parece que nada nos colma.

He llamado a Marta para decirle que voy a salir con los chicos esta tarde a tomarnos unas copichuelas e ir a ver la procesión. No veo la expresión, pero la imagino. Le digo que si me necesita, no voy. La palabra «necesitar» la pone de los nervios, y me suelta un:

—Haz lo que te dé la gana.

A ver, me digo, si tú vas a salir con tu madre y tu hermana, estamos en fiestas de Semana Santa, ¿para qué decirme esa frase que, para mí, significa salir con una bola de acero atada a mis neuronas neuróticas? Ya no voy a disfrutar igual. Y veremos cómo me sientan los quintos de cerveza y las habas. La última vez que me dijo eso, en el siglo pasado, me estuve pedorreando que parecía aquello Montbeló. Me dice:

—Mira a ver si ves a tu hijo, échale un ojo.

Al terminar el refrigerio, nos hemos acercado para ver la procesión en una calle muy concurrida. Por suerte, ese ser interior que me dibujaba un león corriendo hacia mí, se ha dormido en estos últimos tiempos. Ya me puedo meter en la masa social sin que el pánico me sople el cuello.

He tenido que mirar dos veces para creerlo. Yo nunca he sabido cambiar una rueda del coche. Para eso está mi hermano, siempre solícito y generoso.

Era él, mi hijo, quitando con sus amigos las ruedas a un coche que estaba obstaculizando el ritmo habitual de la vida. Mis amigos han arengado la misión de los jóvenes, que veían que ese coche podría causar problemas. Enseguida ha llegado la grúa. Mi hijo me ha saludado a lo lejos y me ha levantado el dedo pulgar. Yo le he hecho el gesto de los cuernos de rock and roll como si fuera un colega más. Es otro contexto: la calle. No estamos en casa. Aquí somos todos iguales. Los músicos le han dedicado una partitura de Gustav Mahler al hombre que conducía ese coche. Está muy delgado y no parece buen candidato para hacer en estos momentos de funambulista. Se ha emocionado. Un cofrade se ha acercado y le ha puesto una túnica. Le han pedido que dirija el paso de un santo que había quedado parado, un trono, sin miedos, y ese hombre que parecía tener problemas, ha llevado el ritmo con una armonía y emoción como si lo hubiera hecho durante toda su vida. En mitad del recorrido ha aparecido un señor vestido de blanco que parecía el Papa. Le ha lavado los pies. Un coro de enfermeras le ha aplaudido y se han prestado a ayudarle en todo lo que necesite. También las autoridades han llegado en el momento del lavado de pies y le han otorgado el honor de ser el máximo responsable de las llaves de la ciudad. La masa social se ha unido en un abrazo fraternal alrededor del protagonista. Al año que viene, ha expresado, vendré de casa vestido de andero, descalzo, para devolveros así todo el amor que me habéis dado.