Quam felices magistri, por María Bernal

Quam felices magistri

Todavía hay personas que, en esa incomprensible ansia de hundir todavía más la educación de este país, como si no tuviésemos ya bastante con las precariedades del sistema, siguen despreciando la figura del profesor. Nunca están de acuerdo con nada de lo que concierne a nuestro mundo, tan lapidado por la inquina de aquellos que no soportan los derechos del docente, sin embargo, sí están muy pendiente de los deberes que nos corresponden, y ¡cuidado con no cumplir alguno de ellos!, que se cierran los cielos y se desata una tormenta de rayos y vienen a por nosotros los cuatro jinetes del Apocalipsis para ser juzgados por la Santa Inquisición.

Ahora que se acerca la Semana Santa, benditos 11 días que, tanto alumnos como docentes necesitamos para resetear un segundo trimestre que ha sido bastante largo, son muchos los que no están de acuerdo con los periodos vacacionales de los docentes, así, como si de ellos dependieran los sueldos a los que la administración tantos tijeretazos les suele dar.

¿Son merecidas tantas vacaciones? Juzguen ustedes mismos. Ahora bien, antes de hacerlo, sitúense en la perspectiva de la avenencia, en lugar de opinar desde la más suma ignorancia en la que la mayoría está sumergida. Háganlo con conocimiento de causa. Pídanle, por ejemplo, a un conocido docente que les deje entrar durante una jornada lectiva a sus clases, porque  muy a pesar de ese pensamiento mediocre de que “no hacemos nada”, es cierto que sí trabajamos.

El típico que «a gusto viven los maestros y profesores» va camino de convertirse en un tópico literario al que le podríamos asignar la expresión en latín Quam felices magistri cuya traducción al castellano sería: ¡Qué felices los maestros! Porque es así como siempre nos han descrito, como personas que hacen lo justo y menos, ya que a final de mes vamos a tener el sueldo sin peros que valgan.

Están injuriando, poco a poco, una labor tan compleja como es la nuestra, dibujando un paradigma que se queda muy lejos de la única realidad que, tanto profesores como alumnos, vivimos diariamente. Y no pretendo dar pena, pena solo por la irremediable muerte de las personas, pero sí reivindicar que en esta ardua batalla nos han abandonado. Solo tienen que pasar un solo día dentro de un aula para ver si así son capaces de erradicar ese pensamiento erróneo que tienen acerca de aquellas personas que nos desvivimos por la educación de sus hijos, excediendo, en muchos casos, las funciones que nos corresponden.

Imaginen una clase de secundaria, con 30 o más personas, donde es categóricamente imposible educar, enseñar, asesorar, corregir y motivar como si fuéramos animadores de un equipo de baloncesto norteamericano, responder a las 1.000 preguntas que pueden hacerte en 55 minutos, detectar la baja autoestima de los alumnos, mediar, controlar que no se desmadren, y así podría enumerar un sinfín de acciones que tenemos que realizar en un periodo de tiempo limitado.

Y el problema son las numerosas ratios que a los padres les importan tres leches, porque muchos aparcan a sus hijos en los institutos sin valorar nada más. Trabajar con tantos adolescentes maleducados al mismo tiempo es una tarea bastante insoportable si añadimos gritos e insultos, boicoteo a clases cuando gritan sin control, cuando se tiran bolas de papel, cuando se pelean o cuando desencadenan situaciones violentas de amenazas y agresiones. Hemos perdido la autoridad y nadie pone remedio.

Urge imponer una cultura dentro de la escuela basada en la recuperación de los valores que se han perdido. Y para esto es preciso que los padres se involucren y no estén, continuamente, echando por tierra una labor por la que muchos luchamos todos los días, aunque esta nos lleve a un entorno extenuante.

El docente que lucha por la educación de sus alumnos es capaz de entregarlo todo, dentro y fuera de aula, por eso, a pesar de las duras palabras que reciben siempre, hay que pensar que cada vez que un maestro o un profesor entra al aula no puede permitir que ningún padre o ningún hijo le levante los pies del suelo, mucho menos deben permitir ser cuestionados por esos detractores cuya vida es demasiado hastiada.

Es hora de empezar a pasar olímpicamente de estos mentecatos, recuperemos en nuestro día a día el adagio medieval que esta semana me ha enseñado mi compañero, profesor de Latín, Rafael Salmerón: Quem dii oderunt pedagogum fecerum. En efecto, a quienes los dioses odian, lo hacen profesor”, porque hagamos lo que hagamos, ese matiz de ingratitud de nuestra maravillosa profesión siempre estará ahí.

 

 

Escribir un comentario