Posicionarse hasta en la leche, por Maura Morés

Posicionarse hasta en la leche

Yo fui durante al menos diecisiete años – juraría que el asunto duró hasta mi traslado del hogar para empezar la carrera- ese tipo de española que no desayuna al levantarse porque siente rechazo de damisela hacia cualquier alimento y después suspira por beicon mezclado con dulces a las diez en punto, en plena clase. Cuando mi madre me sacaba a rastras de la cama a las siete y media (siete menos cuarto en Bachillerato, que viva el horario europeo de ese colegio pero sólo porque a las dos ya estabas fuera) y después yo me encaminaba medio sonámbula hacia la cocina, nunca debía haber más que un vaso de leche fría como los muertos sobre la encimera, con suficiente Colacao como para parecerse más a un batido de chocolate saturado de cafetería obsequiosa, ya que en lo que respecta al cacao en polvo no me conformaba con «manchados». Ya mayor podía sustituirse por Nescafé en generosa medida y mi cabeza lo agradecía aunque terminó abocándome a un vicio estudiantil, pero la leche no podía ser entibiada en el microondas bajo ningún concepto. El calor en dicho líquido me asqueaba indescriptiblemente. O ardía o helaba la lengua, hasta en el peor de los inviernos continentales que asolaron las dos Castillas desde mi parvulario a mi Selectividad, y no había tiempo para que ardiera adecuadamente para la ingestión sin accidentes. Por lo tanto, mortíferamente fría, gélida.

Quizá, sin haber entrado nunca en un Starbucks, comprendí la necesidad que tenía la humanidad de beber algo con sabor a café pero lejos del hervor antes de que hasta el más castizo suspirara por esos Frappuccinos bloqueadores de arterias. ¿Sería una visionaria, y tendría que haber vendido en los primeros dos mil cafés helados en Albacete convenientemente decorados con siropes empalagosos? En todo caso, es tarde hasta para concebir esa cafetería, ya que allí ya vamos sobrados de locales repipis donde los padres «de toda la vida» reculan en la puerta pensando que si acompañan a su hija a una de las mesas de palés cool y rozan alguna de esas tartas con glaseados rosados empezarán a mutar en homosexual. Si hago entrar a mi padre en un cobijo cuqui llamado La Petite Croissanterie probablemente diseccionará la carta de arriba abajo preguntándose por la naturaleza nociva de cualquier herético combinado de café con cerdadas ricas en sacarosa y color mientras valora pedirle a la camarera una caña y un cubilete de aceitunas y encurtidos con extra de amargor para hombres criados en la estepa manchega.

Todo esto viene porque las medias tintas no me han seducido casi nunca. Desde luego, en el Apocalipsis nadie me vomitaría de su boca. O defiendes la vida siempre, y no solo la de la gente lozana, cuerda, que te cae bien y que ya ha terminado el desarrollo prenatal, o no, pero no se puede hacer una lista de los que merecen por un bien superior ser sacados del útero de su madre, ejecutados tras el corredor de la muerte o empujados suavemente hacia la inconsciencia del más allá. No sólo queremos arruinar nuestras vidas sino que también nos urge decidir sobre las del resto, qué bonito. Pero qué pocas entrañas tenían los que antes organizaban estallidos bélicos con un alto saldo de carne en descomposición, ¿eh? ¿Los que guiaban a los jóvenes a la desaparición prematura? Cada uno manipula las vidas ajenas según sus posibilidades. Puede que yo no pueda favorecer las circunstancias que lleven a la guerra de Crimea, pero mañana sí puedo acudir a una clínica donde sin ninguna extrañeza matarán a un bebé que porto porque a mi novio-marido y a mí nos horroriza cambiar tanto nuestras vidas pequeñas. Ya no tiene que ser el hijo ni del amante secreto. Por supuesto que hay crías abusadas por sus familiares o padrastros, y niños gravemente enfermos, y de eso no se habla a la ligera, pero las estadísticas son las lógicas de países occidentales: mayoría abrumadora de mujeres con estudios superiores y edades muy razonables para afrontar la maternidad que, a pesar de haber prescindido del anticonceptivo o haberse arriesgado a usar uno dudoso, ven como un castigo insoportable incluir a una nueva persona que cuidar entre sus ya detestadas obligaciones. No me meto con mujeres que han derivado en seres inmensamente débiles, es el sistema la que las ha apabullado y empequeñecido así, y es vergonzoso que partidos que afirman defender el bien de la clase trabajadora aplaudan la carta blanca para abortar pensando en que la mayor destructora de bebés del mundo y todas sus imitadoras son el peor monstruo del más inhumano capitalismo utilitarista. Pero es que a ese capitalismo está plegado hasta el último político verde-comunista de este nuestro mundo de los ricos, no en vano ser ecologista va camino de ser sinónimo de forrado indolente.

Por eso yo defiendo la vida hasta de Mussolini: no tendría que haber sido ejecutado sino juzgado. Yo no quiero que la gente llame lucha, gloria o favor a la humanidad a segar vidas. Probablemente estoy tan fuera de todo como el protagonista de Hasta el último hombre, pero hace siglos que me la trae al fresco. No en vano era la única de mi clase que no calentaba la leche del desayuno. Tampoco me maquillaba la cara en la ESO, pero si empezamos no terminamos y no quiero insinuar que la diferencia respecto a la mayoría es siempre motivo de virtud o de ejemplaridad. Yo sólo soy una pobre muchacha que opina lo mejor que puede sobre asuntos tan grandes como lo somos cada ser humano. Ese es otro aspecto en el que no se puede ser tibio: la humildad siempre por delante, nadie sabe a ciencia cierta ni por qué andamos pululando por este planeta en concreto. Hay argumentos mucho más brillantes que otros, eso sí. Pero los sabe esgrimir bien una minoría minúscula. ¿Voy yo aquí a sentar cátedra sobre teología, antropología, biología, astronomía, física? Por Dios, no, solo venía a hablar de mi vaso de leche, o al menos eso creía.

 

 

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