Por una cabeza
José Antonio Vergara Parra
Si no tienen inconveniente, ocultaré mi identidad. Sólo revelaré que soy policía municipal en la ciudad de Murcia. Hasta el último momento, he dudado sobre si debía compartir o no esta historia que reconozco me ha conmovido singularmente. A lo largo de mi dilatada carrera he vivido situaciones difíciles que van en el oficio pero ésta se ha llevado la palma. Disculpen si mis palabras son tocas o inadecuadas pero escribir no es lo mío. En la medida de mis posibilidades, intentaré ser lo más atinado posible. Estuve de guardia durante el turno de noche del pasado veinticuatro de diciembre. Calculo que serían las cuatro menos cuatro de la madrugada y, junto a mi compañero, estábamos haciendo una ronda por Santo Domingo, calles Platería y Trapería y aledaños de la Catedral y de la Casa Consistorial. La situación era bastante tranquila y apenas había presencia de ciudadanos en las calles; algo habitual en Noche Buena aunque el terrible frío de aquella noche también explicaba esa calma. No recuerdo una noche tan gélida como aquella que, por descontado, no era habitual por estas latitudes. Según el último termómetro urbano que pudimos ver, la temperatura era de menos siete grados centígrados.
Finalizada la calle Trapería, giramos a la derecha en dirección a la Plaza del Cardenal Belluga. Justo en ese momento, a nuestra izquierda, vimos a un hombre tumbado de lado en una postura algo extraña. Nos acercamos e intentamos despertarle para conocer su estado pero fue en vano. Estaba frío como un témpano de hielo y no tenía pulso. Mientras le realizaba maniobras de reanimación, mi compañero telefoneó al 112. Mis intentos por recuperarle fueron inútiles y el personal del servicio de urgencias, que llegaron en apenas cinco minutos, sólo pudieron certificar su muerte. Todo parecía
indicar que el fallecimiento se produjo por hipotermia pero la jueza de guardia, tras ordenar el levantamiento del cadáver, ordenó la autopsia.
No llevaba ninguna documentación que acreditara su identidad por lo que, en un principio, no pudimos contactar con posibles familiares. Sólo llevaba unas pocas monedas en el bolsillo derecha de su abrigo que, entre todas, apenas llegaban a tres o cuatro euros. Cuando le encontramos, tenía unas cuantas cuartillas escritas a mano, atenazadas entre su pecho y sus manos cruzadas. A medio metro del cuerpo, hallé un lápiz que debía ser con el que estaba escribiendo pues el texto de esas hojas había sido escrito también con lápiz. Daba la sensación de que en los últimos instantes de su vida intentó por todos los medios evitar la pérdida de esos folios, lo que significaba que eran importantes para él. En la búsqueda de alguna documentación identificativa, entre el forro y la parte exterior del abrigo, encontré una carpeta de color azul, visiblemente estropeada y de un grosor considerable. Calculo que algo más de doscientos folios manuscritos se agolpaban en su interior. Movido por razones que no sabría explicar, hice algo indebido. Aprovechando un descuido de mi compañero, cogí la carpeta y los folios que estrechaba entre sus manos y los guardé dentro de mi chaqueta. De ninguna manera quería quedarme con lo que no era mío y que, en todo caso, habría de ser entregado a sus familiares. Estaba intrigado y actué por mero instinto. Esa es la verdad.
Supe después que la autopsia reveló como causa de la muerte la hipotermia aunque su estado general era muy precario. Como suele decirse, llovió sobre mojado. Las huellas dactilares proporcionaron su verdadera identidad; una identidad que sorprendió sobremanera. El fallecido se llamaba Isidro Martín Sanz, nacido el 6/05/1965. Por tanto, en el momento de su muerte, tenía 58 años. Ahora viene lo más sorprendente. Nacido en Chinchón. Estudió Medicina en la Universidad Autónoma de Madrid, obteniendo el premio extraordinario fin de carrera por sus deslumbrantes
calificaciones. Se especializó en cirugía cardiovascular y fue considerado uno de los más eminentes cirujanos en esa área a nivel internacional. Contrajo matrimonio con una mujer, diez años más joven que él, y tuvieron un hijo varón. El bebé nació con el síndrome del corazón izquierdo hipoplásico que, según he podido averiguar, es una de las patologías del corazón más graves que existen. Durante las dos primeras semanas de vida, para posibilitar su supervivencia, fue necesaria una cirugía muy concreta denominada operación de Norwood. El padre, ignorando los consejos de sus compañeros y los deseos de su esposa, decidió intervenir a su propio hijo. La operación fue todo un éxito aunque la alegría no duró mucho. Transcurridos apenas seis meses, el corazón del bebé comenzó a fallar, hasta tal punto que sólo cabía una solución posible: un trasplante. El padre ignoró de nuevo las insistentes recomendaciones de sus colegas así como las súplicas de su mujer. El riesgo de esta operación (por la edad del paciente, por la extrema debilidad de su pequeño corazón y por la posibilidad de rechazo del trasplante) era muy considerable. Esta vez no hubo suerte y el pequeño falleció en el quirófano.
Una historia conmovedora que me llevó a indagar un poco más sobre ella. Pude saber que, tras la pérdida del hijo, el padre no volvió a ser el mismo. Al dolor por esa pérdida se unió un sentimiento de culpa, agravado, además, por el resentimiento que su mujer mostraba contra él por no haberse abstenido en la operación. Es posible que su mujer y sus colegas de profesión tuviesen razón pues el infinito amor por un hijo puede llevarse por delante la frialdad y pericia que exige una cirugía; máxime cuando se trataba de una operación sumamente delicada.
Lo cierto es que Isidro no pudo soportar aquella pesadísima carga y un día desapareció sin más. No dejó nota alguna ni se despidió de nadie. Simplemente se marchó. Esto ocurrió hace once años por lo que el fallecido contaba entonces con 47 años y su esposa con 37. Es curioso pero no consta denuncia alguna por desaparición y, en consecuencia, no hubo búsqueda alguna por parte de la policía. Es como si hubiese desaparecido de la faz de la tierra y nadie hubiera reparado en ello. Hasta la pasada Nochebuena.
Según las pesquisas de la policía, la que fuera su esposa, pasados tres años desde la desaparición de Isidro, presentó una demanda contenciosa de divorcio, obteniendo meses más tarde una sentencia estimatoria. Isidro fue hijo único y sus padres habían fallecido lo que significa que no había nadie a quien notificar la muerte de Isidro. En apenas tres días, leí todos los manuscritos contenidos en aquella carpeta azul. No soy un lector avezado ni poseo conocimientos lingüísticos y literarios pero, desde mi humilde entender, los escritos tenían algo especial que te enganchaban nada más leer sus primeras frases. Estaban escritos desde el corazón y sus palabras sacudían la consciencia de forma violenta y, a la vez, tranquilizadora.
Un documento, de naturaleza bien distinta, llamó de inmediato mi atención. Estaba pegado con papel celo en la cara interna de la carpeta. Se trataba de un testamento ológrafo; redactado a mano y sin la asistencia de un notario. Rubricado y datado en Murcia a 12 de octubre de 2022. Sólo citaré la parte esencial del mismo:
“Cuando emprenda mi último viaje, que confío sea inminente, llevaré conmigo lo poco que queda, incluida esa vanidad que, cuan hidra de múltiples cabezas, torna en grotesca nuestra existencia. Mis palabras, enteramente mías, valen poco o tal vez nada pero son cuanto tengo. Mi cuerpo anda renqueante; no así mi mente que no ha conocido mayor lucidez. Estando, pues, en pleno uso de mis facultades mentales, lego mis escritos a la fundación Jesús Abandonado de Murcia a la que debo alimento terrenal y espiritual en días grises y atribulados. Enlosada ya mi vanagloria hasta el fin de los días, quiera Dios que estas hojas manuscritas puedan saciar y alimentar a quienes, como yo, por cobijo tienen el cielo y por lecho el desprecio”
Supe que las declaraciones de herederos debían tramitarse ante una notaría del lugar de residencia del fallecido; en este caso, de su último domicilio conocido: Madrid. Telefoneé a la primera notaría que encontré por internet, expliqué el motivo de mi llamada y concerté una cita. Para cuando quise darme cuenta, ya me encontraba frente al notario. Me identifiqué; le conté que era policía y le relaté lo sucedido. Antes de que me lo preguntara, le dije que, tratándose de un mendigo, para evitar que esa documentación se extraviara y tal vez extralimitándome en mis funciones, retuve esos papeles para asegurarme de que llegaran a su destino. El notario levantó acta de mis manifestaciones y acusó recibo respecto del dosier entregado en el que, por descontado, se incluían las pesquisas realizadas sobre la identidad del fallecido y el informe de la autopsia.
A mediados del mes de febrero, recibí una llamada telefónica. Era el presidente de la Fundación de Jesús Abandonado para comunicarme que el testamento de Isidro se había resuelto a favor de la fundación y para agradecerme las gestiones realizadas. Me comentó que, por la calidad de los textos, habían decidido promover la publicación de los mismos por un doble motivo. Como un acto de justicia por la memoria de Isidro y, a ser posible, para conseguir más fondos para la fundación lo que, igualmente, estuvo en el deseo del testador.
-¿Puedo hacer algo por usted? Me preguntó.
– Pues sí, le contesté. Verá; proseguí. Cuando le encontré en la madrugada de Nochebuena, tenía un texto entre sus manos. Quisiera su autorización para publicarlo en algún periódico de tirada regional. De veras creo que un relato que merece ser conocido. Todo esto me ha conmocionado mucho y se lo debo a Isidro que, aún sin pretenderlo, me enseñó más de lo que usted pueda imaginar.
Accedió de inmediato a mi petición. Le comenté su contenido y, tras identificarlo, me lo mandó por correo electrónico. El texto carecía de título y nuevamente, arrogándome una potestad indebida aunque bienintencionada, le puse nombre.
La necesidad, esa ciencia no reconocida en paraninfo convencional alguno, me había proporcionado valiosos conocimientos para burlar al frío pero aquella noche, víspera de la Natividad del Señor, nada resultaba eficaz. Por otoño tuvimos primavera y ningún servicio meteorológico había predicho semejante descenso de los termómetros.
Como si acabara de lloviznar, el pavimento adoquinado parecía mojado pero era la humedad ambiental, y no otra cosa, la razón de ello. Un halo brumoso desvanecía las luces de la calle y, por un momento, creí estar en cualquier rincón londinense. El aire helado, por acción de la humedad, se abría paso hasta el mismísimo tuétano de cada uno de mis huesos. Estaba donde acostumbraba. Bajo los soportales de la Catedral, en los aledaños de la Puerta de las Cadenas. No era azarosa esta ubicación. La cubierta de esta galería porticada me proporcionaba cierta protección frente al frío, al calor en el estío y a la lluvia cuando rara vez asomaba. Dos negocios contiguos habían cerrado y la penumbra de sus moribundos escaparates camuflaba suficientemente mi presencia; lo que, sin duda, conllevaría una menor recaudación. No importaba. Hasta el mismísimo hambre me faltaba y, por muy explícita que fuere mi presencia, mi incorporeidad estaba garantizada.
En días pretéritos de vino y rosas, los menesterosos me suscitaban una cierta incomodidad pues aldabeaban una consciencia, la mía, demasiado superficial por entonces ¿Por qué maldita razón debía esperar de mis semejantes sentimientos más benévolos? Las aflicciones nos reintegran la humildad y perspectiva que nunca debimos perder.
Andaba unos días desganado y sólo me apetecía beber algo caliente. Siempre iba de noche. Allí donde confluían el suelo y la pared, dejaba caer mis posaderas y, contrariando las leyes de la torería, colocaba mi sombrero boca arriba con la esperanza de reunir lo suficiente para un humeante café con leche que, aunque sólo fuere por unos instantes, irrigara calor a mis manos y entrañas.
Tomaba todas las precauciones para no ser reconocido pues, aunque había asumido mis enésimas caídas con resignación, en alguna parte de mí ardían rescoldos de amor propio que sólo me lo hacían más difícil. Brasas a punto de ahogarse en cualquier momento pero que, con reiterada terquedad, chamuscaban la poca dignidad que me quedaba. Por esa razón elegía la obscuridad y por esa misma razón me guarecía tras un gorro de lana, gafas de sol (aunque fuere de noche) y una bufanda que me cubría por encima de la nariz.
Me agradaba ese lugar. Muy de cerca de allí, en el estuario sur de la calle Trapería, un acordeón, dos violines, viola y violonchelo recibían a los viandantes inundando el aire de belleza. Siempre tuve buen oído para la música. Aún sin formación musical, distinguía de inmediato cualquier nota disonante, desliz o entrada a destiempo. E igualmente advertía la excelencia cuando aparecía en escena. Estos músicos argentinos eran realmente muy buenos. Diría que extraordinarios. Pensamientos que certificaban la consabida estupidez humana: valoramos únicamente lo que pagamos y cuanto más elevado fuese su precio tanto mayor sería su apreciación. Un río de personas transitaba cerca de los músicos y muy pocos se detenían atraídos por la delicadeza de aquellos acordes. De esos pocos, sólo algunos depositaban unas cuantas monedas como recompensa por tan reconfortante concierto. Ninguna duda albergo que, de haber actuado este quinteto en el teatro Romea, a escasos metros de allí, su virtuosismo habría sido reconocido entusiasta y económicamente. En no pocas ocasiones, la línea que separa el éxito del fracaso, al menos en sus concepciones mundanas, es tan delgada como caprichosa. Por otro lado, no parece que la justicia o una cierta armonía reinen en este mundo. El hambre, la tiranía, la guerra, la maldad o la enfermedad, por más que muchos se adentren en las profundidades de la razón o de la fe buscando resquicios de justicia en éste u otros mundos, no obedecen a patrón alguno. Nos gusta pensar que las vilezas e infortunios de este mundo, para los que no hallamos respuestas, habrán de ser recompensadas en eventuales reencarnaciones (para quienes crean en ellas) o en otras dimensiones existenciales. En ausencia de certidumbres abrazamos la utopía lo que no deja de ser una esperanza enteramente recomendable.
Alguien dejó caer unas monedas en el fondo de mi sombrero, rescatándome de mis pensamientos. Sin levantar la mirada, agradecí la limosna con la inclinación de mi cabeza. Llevo demasiados años solo y para comunicarme con mis semejantes me ayudaba únicamente de gestos. Dicen que el lenguaje oral es un hito capital en la evolución del hombre y supongo que tienen razón. Yo opté por el silencio pues me proporcionaba mayores dosis de sosiego. El verbo puede ser más hiriente que la más afilada de las espadas. Hubo personas a las que quise mucho que, por unos u otros motivos, salieron de mi vida; otras ya no están en esta vida. Tal vez me abordaron con las defensas arriadas. Acaso mi piel es demasiado fina mas, sea como fuere, algunas de los seres a los que más amé me causaron un daño irreparable con la palabra; también con elocuentes silencios. Palabras, palabras, palabras lanzadas con cerbatana de cuyos envenenados dardos no me repuse jamás. Puede que dijeran verdades que no quise oír y quiero pensar que fueron pronunciadas sin maldad alguna. Es probable que así fuese pero el dolor infligido fue muy real. Para no herir y para no ser herido, elegí el silencio. Hablo poco, lo inevitable, pero escribo a diario. Lo hago por necesidad, por terapia, por amor a la palabra escrita. En una cuartilla yerma todo está por ser reinventado; sin servidumbres, urgencias o dictados. Es un ejercicio de libertad casi absoluta pues la mente y la pluma se alían para desaprender lo instruido, para atisbar estrellas que nos fueron vedadas, para ver más allá de paraísos de atrezzo, para vivir otras vidas; para establecer un diálogo con un universo lleno de ecos y arcanos. A donde quiera que vaya me acompaña una carpeta azul donde se hacinan algunos relatos, poemas y una novela que acabé hará un par de años ¡Ah!, y una libreta pequeña de anillas en la que anoto ideas sugerentes que me asaltan de vez en cuando. Al cabo de un tiempo, cuando las releo, casi todas pierden el interés que un día, sin saber muy bien por qué, les concedí.
Esta es toda mi abundancia que, confío, no enoje a mis herederos que, aún con ilusiones llamadas a frustrase, saldrán del olvido. Los harapientos ropajes que me cubren y un montón de palabras sobre un papel que a nadie interesan pero que ya eligieron dueño por mí. Antes improperios para un finado sin caudal relicto que rencores entre sangres todavía palpitantes.
Nunca pensé en publicar nada. Rectifico. Nunca pensé en mendigar o pagar para publicar nada. Lo segundo me parece inaceptable y lo primero humillante. Lo había perdido todo. La familia, el trabajo, los amigos, la salud, las fuerzas, la alegría, la esperanza,….. Solo tengo palabras escritas sobre unas cuantas cuartillas, salpicadas de no pocas tachaduras y anotaciones marginales. Palabras, palabras y más palabras que, acaso, resuman el epílogo de mis días. La existencia de un ser menor que jamás, ni en las más avinagradas de las cruces, malvendió su alma al diablo. Esas palabras y esas hojas son lo que quedan tras alambicar mi consciencia que, por descontado, quedan fuera del comercio de los hombres y de mi propia vanidad.
No guardo rencor. A nadie culpo por mi desdicha. Ventura para mis semejantes, singularmente para aquellos que tantas llagas me infligieron. Estudié hasta el final; trabajé y coticé casi treinta y cinco años y renuncié a cualquier paga o subsidio públicos. Habrá niños, enfermos o desvalidos que la necesiten más que yo; pensé para mis adentros. Y lo sigo creyendo.
Aunque ésa no es toda la verdad. No practicaba la mendicidad para suscitar compasión ni renuncié a una pensión únicamente por magnanimidad. Hay parte de egoísmo tras esas decisiones. En realidad, me faltó el valor para acabar con todo y sólo espero que el Dios que me dio la vida me la arrebate cuanto antes. Digamos que elegí esta forma de vida para acelerar el proceso. Nada más. Durante toda mi vida busqué la verdad que hoy, he de confesar, no sé bien qué es. Husmeé, rebusqué en cada intersticio de mi consciencia y nada hallé salvo extenuación. Nunca me sentí cómodo en este mundo frívolo e hipócrita. Cuando la fortuna me fue esquiva la extrañé y cuando me ofreció su cara, sentí culpa. Sí; culpa pues, en ese mismísimo instante de aparente gozo, alguna criatura moría de inanición o era pasto de un cáncer o un mortero. Remordimiento pues, en algún lugar pringoso, un primate exudado arrebataba la pureza e inocencia de una niña que, por decisión de otro canalla, había sido esclavizada hasta que de su templo y espíritu no quedasen más que despojos. Tristeza, una abisal amargura cuando el telediario de las nueve nos ofrecía a un niño de apenas cinco o seis años, andando a ninguna parte en realidad. Desorientado, flanqueado a izquierda y derecha por destrucción y humo. Tal vez perdió a su familia por un daño colateral. Malditas sean las guerras, malditos sus apóstoles, malditos los cronistas que falsean el relato o validan eufemismos como el citado, maldita la logística de la muerte, malditos los galones y malditas las estrellas sustentadas en órdenes criminales. Y benditos los soldados que se niegan a cumplirlas. Antes un consejo de honor que la mirada de un moribundo inocente. El veredicto de los hombres es llevadero pero las muescas en la consciencia rara vez prescriben.
Los músicos debieron percibir mi angustia pues comenzaron a tocar Por una Cabeza, de Carlos Gardel. Enjuagué mis lágrimas y cerré los ojos. Me dejé llevar por ese maravilloso tango, que es enteramente baile y enteramente canción, como lo alumbraron en los márgenes del Río de la Plata. Parecía mandar yo pero no era cierto. Gobernaba ella; aquella marroquí de ojos de color caramelo que sólo vi una vez para perderme para siempre. Las tres horas que duró el tren en llegar desde Marrakech a Casablanca me parecieron un suspiro. Ella se sentó frente a mí y ninguna palabra pronunciamos. Sólo nos miramos y, por increíble que parezca, así permanecimos durante todo el trayecto. Nunca he mirado así y nunca me miraron así. Perdí algo más que su pista en la estación de Casa-Voyageurs; perdí…….o tal vez no perdí nada pero nunca lo sabré. Aquellos ojos, aquella mirada, aquella belleza compasiva me acompañarán allá donde vaya. Todavía sueño con reencontrarme con sus ojos. Lo que la sustantividad me negaba lo proveía con la imaginación.
Por una cabeza Si ella me olvida
Qué importa perderme Mil veces la vida
Para qué vivir
Durante los pasos encadenados, su pelo ondulado y sedoso descansaba sobre mi mejilla izquierda. Dichoso corto y dichosa quebrada por mostrarme sus ojos, profundos, dulces y decididamente bondadosos. Vestía chaqueta de anchurosas solapas y cierre cruzado. Azul marino, veteada por finas y verticales rayas blancas. Pantalón a juego, de bajo vuelto y ligeramente holgado. Y un clavel blanco en el ojal de mi solapa. Zapatos negros de charol. Ella, ella,…, no sé bien qué vestía. Sé que me llevaba en volandas, que su mano derecha estrechaba la mía y la izquierda acariciaba mi espalda. Sé que olía a rosas recién cortadas y que sus ojos aliviaban todos mis pesares.
Alguien tocó mi hombro y sentí rabia pues de ninguna manera quería regresar de aquel lugar y de aquel momento. Poco duró mi ira. Lo que tardé en comprobar quiénes y por qué truncaron mi ensueño. Levanté la mirada y un grupo de tres chicas y dos chicos estaban frente a mí. Uno de ellos, cuya mano derecha permanecía sobre mi hombro, tomó la iniciativa:
- Buenas noches, señor. Somos un grupo de voluntarios de la parroquia de San Francisco Javier-San Antón. Disculpe nuestro atrevimiento pero quisiéramos prestarle ayuda; si usted nos lo permite, naturalmente. Rompí mi silencio pues el caritativo gesto de los jóvenes merecía mucho más que muescas y si no es mucha molestia, un par de mantas y un café con leche me vendrían muy. Les contesté.
- ¿Nada más? ¿Tiene dónde dormir esta noche? Hace mucho frío. También podemos proporcionarle una cena caliente.
- Sois muy amables y agradezco de corazón vuestra ayuda pero algo de abrigo y un café son cuanto necesito.
- Aguarde un momento, por Vamos hacia aquel furgón aparcado en doble fila y de inmediato le traemos lo necesario.
Al cabo de un par de minutos, regresaron con las mantas y un termo de café con leche. En un vaso de papel de generosas proporciones vertieron el café hasta colmarlo.
-Está recién hecho y el azúcar ya está incorporada. ¿Le apetece algo de comer?
-No, gracias. Es más que suficiente. Que Dios os bendiga.
El café estaba delicioso y reconfortantemente caliente. Tras un par de sorbos, eché mano del bolsillo interior de mi abrigo y extraje mi petaca que un buen samaritano solía rellenarme con brandy. Fui todo lo generoso que me permitió la cabida del vaso. El café me supo a gloria bendita y las pesadas mantas de algodón proporcionaron algo de calor a mi destemplado cuerpo. No sabría decir si estaba o no alcoholizado pero bebía a diario. No demasiado, o eso quería creer; lo suficiente para narcotizar repentinos e inesperados descensos a los infiernos.
Juzgamos y condenamos con desconcertante indolencia. Nos gusta pensar que la fortuna o la adversidad de nuestros semejantes, también la propia, son merecidas y, en consecuencia, justas. Y ésta, como otras tantas conjeturas, no es más que otra entre tantas falacias. Nuestro tiempo no es tan distinto de otros tiempos. El miedo y la alienación, valga la redundancia, han sido, son y serán instrumentos eficaces para tornar la libertad innata de todo hombre en un mero espejismo. La libertad no consiste en surcar los mares a lomos de un velero. Es mucho más que eso. La libertad es revelarse frente a consignas que vulneran la Ley Natural. La libertad es despreciar la belleza sin verdad. Es adueñarse del tiempo concedido para vivir en plenitud. Rendirse antes que prostituirse es también un ejercicio de libertad.
Tengo la capacidad de con-sufrir con mis semejantes pero carezco de la fortaleza para hacer algo al respecto. Triste combinación pues en la acción, y no en la mera reflexión, reside esencialmente la salvación del mundo y de uno mismo. La vida contemplativa y la oración no son banales y pueden adentrarse en junglas inaccesibles para el más audaz de los hombres pero el mal, en una proporción considerable, es la inacción del bien.
Me tiemblan las manos y sólo cuando escribo, respiro. He trazado estas letras en pretérito imperfecto cuando debiera haberlo hecho en presente. No sé bien la razón aunque la intuyo. Desearía que mis textos me sobrevivieran y sólo encuentro una manera: que alguien, con un semejante bastaría, los leyera tras mi muerte. Por eso usé el ayer aunque sea hoy cuando lo siento y escribo.
Tengo mucho frío; demasiado. No me encuentro bien y apenas adivino mi cuerpo. Quiera Dios que exista el cielo y con él el reencuentro pues hay un ángel muy pequeño al que necesito abrazar. Y besar. Y querer. Ése sería mi cielo y mi descanso; eterno.
Tengo mucho sueño; demasiado sueño y creo que mis párpados y todo mi ser caerán rendidos por fin……………………………………………………
Murcia, 13 de abril de 2023.