Por qué escribimos

Pie de foto: Claustro de San Juan de Duero (Soria)

Manuel Martínez Morote

A mi amiga y compañera María Bernal, que navega entre los versos del alma.

Hará ya cerca de 40 años de una conversación en la que un antiguo soldado republicano contaba, a mi padre, como cruzó media España a pie para regresar a Cieza. Lo hizo por los montes, para no encontrarse con nadie, comiendo lo mismo que los animales salvajes. Yo tendría diez u once años más o menos, y ya entonces me embelesaba escuchando las historias de las personas mayores.  Aquel hombre alto y desgarbado, fumador empedernido que siempre llevaba la chaqueta doblada en el brazo, con bolsillos llenos de tabaco de liar, sentado en su huerto de mandarinos clementinos relataba decenas de acontecimientos; “de tanto cansancio me senté rendido en una piedra. Solo había silencio y miedo, ni siquiera sabía si llevaba el camino equivocado. Un aire flojo me dio en la cara, y entonces me acordé de cómo se desprendían los pétalos de los ciruelos y los perales, y me dio por llorar, y entonces pensé que aquello debía ser la muerte”. Pascual estaba escribiendo, aunque no tuviera papel ni lápiz escribía palabras sobre el mismo viento con el que evocó la vida y la muerte. Tanto me impresionó.

También mi abuelo fue un contador sobrenatural de historias sobre su vida. Lo hacía completamente diferente al hombre de los mandarinos, sin su gravedad. Mi abuelo contaba todas sus desgracias desde la ironía y el humor, y podías escuchar los mismos acontecimientos mil veces porque en todo fue un superviviente sin parangón, y nunca conocí a nadie que tuviera, como él tenía, aquellas dotes para la oratoria, aunque aprendiera a leer y a escribir ya tardíamente mientras hacía el servicio militar.

Escribir, sobre el aire o el papel, nos hace más humanos, como la música, la de los hombres y la de la naturaleza. Escribimos porque tenemos la necesidad de amar y ser amados, porque nos conmovemos en la desgracia y nos alzamos en la lucha. Escribir es acto sublime de libertad, como componer un adagio o un allegro. Escribimos para que la desidia no triunfe sobre la voluntad de ser persona, para crear belleza en la alegría o en la tristeza, para formar legiones de relatos que nos adviertan de mundos maravillosos surgidos de nuestros pechos; ¿acaso no seríamos más débiles si no supiéramos cómo se amaba en los tiempos del cólera, en esos lugares del alma donde siempre se quedarán los pájaros cantando?

Tengo un viaje pendiente al monasterio de Veruela, a los mundos indómitos del Moncayo, una deuda pendiente con Bécquer, con sus cartas, sus rimas y sobre todo con sus leyendas.  En casa de mis padres había un libro precioso, con tapas de tela púrpura y letras de oro, como la toga de los emperadores romanos, un libro formidable de ánimas y órganos, de cruces en los caminos y fuentes que miran con ojos verdes, de aljorcas que llevan a la locura y sombras en una naturaleza indomable y violenta, y hojas secas, besos, misereres…quién pudiera escribir sobre un rayo de luna.

Escribir, como leer, es también un acto peligroso, tiene repercusiones. Poetas, historiadores, científicos, músicos, filósofos… pagaron caro, demasiadas veces, su vínculo con la libertad, con su verdad, aquella que puede o no coincidir con la mayoritaria; y sin embargo escribieron, por encima de todo fueron los más esplendidos, porque legaron a las generaciones venideras silos repletos de intimidades, estantes colmados para viajar al centro de la tierra o recorrer el mundo mediterráneo en tiempos de Felipe II. Bibliotecas para respetar las uvas de la ira y desfallecer en algún vino del estío, allá, donde habite el olvido o en días azules con sol de la infancia. Escribir es un acto de generosidad, una odisea magnífica.

Escribimos mientras el mundo cambia grotescamente a golpe de pantalla y falta de atención. Entre narcisismo e infantilización asistimos a la llegada de un mundo feliz, magistral engaño del software artificial, al atentado definitivo, mortal para el cogito ergo sum, para la razón pura.  Escribimos como últimos representantes de un tiempo que se acaba inexorablemente. Lo hacemos para la libertad; lo haremos mientras podamos porque antes leímos versos de tanta belleza,  cuando aún éramos jóvenes, adolescentes; cuestión esta última esencial y necesaria para preguntarse, a la edad en que hay que hacerlo, si algo puede acontecer más allá del bien o del mal.

Quisiera que los libros florecieran en los corazones de nuestros niños y nuestros jóvenes, que la música los acompañara siempre en sus reflexiones y pudieran emocionarse cuando comprendieran lo que significa que no hay camino, sino estelas en la mar, que hay siempre que leer, siempre que escribir, porque cada uno de nosotros, cada una de nuestras familias, guarda cien años de soledad.