Política de una caída
La ambulancia amarilla se ha marchado. Dos policías locales también se han marchado en el coche, dirección opuesta. He mirado a mi vecina desde mi balcón. Ella habrá seguido el acontecimiento igual que yo, igual que el vecino de abajo, y de más abajo. Aquí, parece, que vemos las vacaciones por la tele y hacemos el simulacro de coger un chirrete directamente desde el televisor y damos un trago imaginario a esa copa de cerveza con el fondo de un mar donde no se ve la arena. Nunca le he preguntado a mi vecina la edad, qué más da. ¿Alguien pregunta la edad a un milagro? ¿Alguien le pregunta la edad a la explosión de agua y vida de los chorros del río Mundo? ¿Y a un caballito de mar que viene hacia ti como en un tiovivo mientras buceas?
Le he puesto cara de incredulidad como mejor he podido, abriendo bien los parpados y poniendo morritos con los labios. Ella se ha encogido de hombros. Acto seguido ha hecho un gesto inconfundible con la mano, pasándosela por la frente. Luego se ha metido dentro, sin más. ¿Qué hará toda la tarde? La de camisas de la lengua roja de los Rolling Stones que se habrán vendido ya; a mí me parece muy de verano. No he alcanzado a ver lo que lleva más abajo. Intuyo bragas, pero me tapa el muro del balcón. A decir verdad, la intuición ya me sienta fatal. Las seis de la tarde, el calor no cesa. Antes había hecho una pregunta en redes sociales sobre si no tendremos más calor por el hecho de no parar de repetirlo; por el hecho de que sea noticia de portada en todos sitios y casi a todas horas. Todo el mapa de España en rojo como la lengua de los Rolling. Luego he subido, o bajado, o sentado, una foto de mi torso desnudo. Me ha parecido un interesante scalextric de gotas de sudor. Ahí está la prueba. El calor no es verdad. Pero no tiene nada que ver con el clima ni con el tiempo, todo lo mío va con segundas.
Mi vecina Leire me ha preguntado en un mensaje al móvil si mañana, para templar gaitas y eliminar turbulencias interiores, salimos con las bicis temprano. Le he dicho, adrede, si no ha quedado con Juan. Emoticonos de sonrisas. Esa ha sido su respuesta. Unida a su clásica pregunta:
¿De dónde venimos?
Siempre acaba sus mensajes con esa pregunta. Y yo no estoy hoy para muchos trotes existenciales, ni mirar para adentro. Ya sé que me va a proporcionar mi mente como degustación gratuita, para que cualquier atisbo de felicidad quede cautivo allá donde las sombras no me permiten saber quién soy.
Parece que ya ha acabado la batalla campal sonora en el edificio. Por ahora, las aguas vuelven a su cauce, mansas; un barquito de papel no se hundiría. Nunca hasta ahora habíamos sentido así a Pedro, nuestro vecino del 3º B, así de endemoniado como esta tarde de verano caliente y absurdo.
Siempre había ocurrido algún que otro golpe más fuerte que otro. Algún grito más fuerte que otro. Algún vaso roto, como aquella noche electoral en que algunos ya se veían en Moncloa y aparecieron las primeras figuras de la oposición, no de facto, todavía, que parecían zombis con resaca de vino peleón sudando por no saber cómo habían fallado tanto las encuestas. Caras de zombis que ya no han perdido ese tono grisáceo. A veces, Pedro, había dicho dos veces: “¡Que os follen! ¡Que os follen!” Gritando para que llegara a oídos del señor del bajo B, comunista sensato de toda la vida, cuando estaba en boca de todos lo del salario mínimo interprofesional, un terremoto de nivel 10para España y su economía. Y más grave, y con más ímpetu sonora: “Podridos estafadores. Masoquistas esclavos desgraciados”. Luego, un taconeo como de flamenco rabioso al suelo. Eso fue con la Ley de Amnistía. Otras veces, había sido algo parecido, pero sin mayores decibelios de manifestación unipersonal histriónica y zumbada de nostalgia. Pedro, jubilado, un Rambo de la vieja guardia, ahora esquelético pero fibroso, de vestir yo diría gótico y con bigotillo duro y negro sin un pelo canoso, había hecho propias las palabras de cualquier portavoz de la derrota, portavoces de la oposición, como si él mismo estuviera dentro de la primera línea del aparato del partido; haciendo de él todo un síntoma tras las frases incendiarias de los políticos zombis. Los portavoces quizá piensen que azuzan el fuego del enemigo para que se quemen y ardan de rabia y lo rompan todo. Pero el rescoldo incandescente llega también a sus propias filas. O puede que lo hagan para eso. ¡Anda, huevo! ¡La pólvora! Un fuego útil, a ver si ardemos todas y se queda el portavoz solo dando la rueda de prensa sin una persona de a pie en toda España como en una distopía de zombis.
Edificio Amapola, así se llama el edificio donde vivo. Cosa del constructor en honor a su cónyuge, porque lo que es en pareja aquí no habita nadie. Divorciados, divorciadas, viudos, viudas, Leyre, solo a veces en pareja, que no se sabe si es su pareja, y yo, habitando con la oposición cuando me deja el cerebro.
No sé a qué esperé realmente para no llamar a la policía cuando escuché que el asunto se iba de las manos. Pedro ha tenido que romper la vajilla entera. Tirar los muebles con furia al suelo. Romper ventanas. Golpear la pared con un martillo de los grandes, sin parar de gritar todo tipo de blasfemias dirigidas a la bancada de izquierdas. No sé a qué esperé, quizá a que explotáramos todos cuando amenazó con eso de las bombonas de butano. Apreté lo dientes que casi me los parto en dos. Me sentí un completo cobarde hijo puta. Llamé, al fin llamé para que no me comieran por los pies los remordimientos mañana, no por otra cosa. Recuerdo que me dije que quien quiera ser un héroe que se tire por la ventana.
Sí, me dijo el policía, ya han llamado, van para allá. Llegué tarde, pero llegué, el remordimiento mío no entiende de tiempos ni pódiums ni de medallas. A buen seguro que fue Fuensanta, la mujer enana del 4º A, la que llamó primero. ¡Quién tuviera los huevos que tiene esa mujer! Yo no.
El silencio se había apoderado de la tarde-noche en el edificio. Parecía que estábamos todos dormidos; era lo más parecido a un cementerio en Nochevieja. Nadie lo vio caer. Tampoco nadie se lo esperaba. Fue un sopetón, un aire, un impulso ciego, como dijo Fuensanta.
Pero sí escuchamos lo último que dijo nuestro vecino Pedro a grito pelado, dos veces; no sabemos cómo: ¡Puigdemont, cabrón! ¡Puigdemon, cabrón!
Sin lugar a dudas, la situación había podido con él. El asunto político y judicial había atravesado la senda de menos grave hasta llegar a gravísimo, a UCI, a insoportable. No habría comido nada desde la noche anterior a la rueda de prensa de Puigdemont. Los análisis de sangre seguramente alterados. La grasa acumulada en la zona donde nunca duerme la venganza. Se tiraría como un cuervo rabioso a bocados con ella hasta que sólo quedaran cartílagos y huesos. Futuro muerto, embalse seco, ojos sin vida. La gravedad del hecho de la escapada del expresident de la Generalitat ante sus mismísimos morros. Lo imposible, la lluvia hacia arriba y, luego, la vertiginosa caída.
Gravísimo. Fue la socorrida palabra más pronunciada por todos los vecinos. Igual que el gesto del señor del seguro, anotando de forma estoica e imperturbable en su cuaderno de parte, comprobando los desperfectos de mi coche al día siguiente, dijo: gravísimo. Y yo esperando parapetado con el casco y la bici a que llegara Leire. Y llegó. Se viene Juan, me dijo sin mucho afán, el mismo afán que tuve yo. Apunto de escupir un “no voy, me duele la tripa. Ha sido gravísimo”.
Firme aquí, dijo el del seguro.
Y firmé.