Perdón, qué bonito nombre tienes
Hará bastante tiempo devoré un artículo de Íñigo Domínguez que, bajo palio instructivo, acabó revelándose como un conmovedor y chispeante estallido de italofilia. De todas las peculiaridades entrañables de la idiosincrasia italiana que pude aprender de un gran conocedor de la misma, resaltaba balsámica la disponibilidad inenarrable para otorgar el perdón, incluso confinando en ocasiones a un limbo invisible la necesidad de la penitencia. Sí, los italianos creen en la expiación, pero menos que nosotros; un pueblo que abjura de la Santa Inquisición desde el siglo XIX pero a día de hoy añora lúbricamente sus capirotes cada vez que se destapa un caso de corrupción. Recordemos que Rita Barberá todavía no había defendido sus argumentos cuando de su muerte sórdida precedida de whisky se hizo Carnaval, todavía con el cuerpo sin enfriarse.
De ese modo, podemos entender que Silvio Berlusconi y sus festejos africanos con las velinas, el primer vaho de un torrente de inmoralidad que parecía beber de la fascista Saló –o de Sodoma, por algo las equiparó Pasolini-; así como su indisoluble matrimonio con la corrupción, no indignaban tanto al italiano medio como que ¡pudiera haber consumido cocaína! En una tétrica regurgitación de El padrino, y con ella del pensamiento del Don, la historia se repetía: Dios, y nosotros, te perdonamos que mates, que trafiques, que estafes y que explotes a mujeres si… bautizas a tus vástagos, te casas como es debido con una chica limpia y tienes un bolsillo pronto para la limosna de los parias, pero… ay de ti si te acercas a la droga. Muchos montarán comprensiblemente en cólera; a mí, curtida y apaleada, ya sólo me invade el alivio. Porque perdonar sin ambages los mandamientos sexto y séptimo, delicioso acto de misericordia, no lo consigue ni el más progre y condescendiente de los periodistas. Justo al revés: respecto a genitales y billetes, hay mucho donde revolcarse y salir henchido, sintiéndose uno virtuoso entre tamaña inmundicia. Comparándose por lo bajo, nuestro deporte preferido.
Pero una parte de la humanidad siempre optará por la clemencia, y la clemencia es una hazaña propia de mitos. Por desbrozar el camino de la Pantoja hasta la prisión, bruñendo el aire con gritos de cariño, y por volver a abarrotar sus directos, disipadas sus caídas. Antes, como pertenecía al gremio de los moralmente superiores, fruncía los labios ante esas devociones de maruja acrítica; ahora me enternecen. Cuánta comprensión no habrá en los corazones de esas señoras -la mayoría madres-, que no ven necesario recordarte a cada momento que fuiste malo, hediondo, digno de escupitajo. Probablemente han aprendido en la escuela del fruto de sus entrañas: ¡es tan desigual el amor de progenitora y el amor de hijo! Después de que las hayamos considerado un millón de veces más incultas, menos gay friendly, excesivamente mandonas, puntillosas, pulcras, abstemias, beatas, cotillas… el abrazo sanador llega tras rezongar por lo bajini que no deberíamos comer tanto precocinado y sí más olla gitana. Las necesitamos para que nos sujeten la cabeza al vomitar nueve cubatas, cuando salimos por patas de una casa tras acabarse el buen sexo cargados de maletas y con el perro en las garras del contrario, el día que cierran los supermercados y las pollerías… y siguen aguardando como Penélope aunque las hayamos puesto verdes por teléfono.
Siempre hubo -y si no, tranquilos, lo habrá-, un día de la ira en el que mataríamos por obtener la piedad de la turba, que puede ser Cieza entera o la familia y amigos. Pueden cogernos en falta cuando menos lo esperemos, y será terrorífico, por ligero que sea nuestro error. La vergüenza, a la hora de la verdad, no resbala impasible por las mejillas de ningún perpetrador de follones. A mí lo de Taburete me parece casi una fábula de redención. Guillermo Bárcenas, que parecía estar destinado a acarrear los pecados paternos hasta el fin del mundo, ha sido absuelto por las masas (al menos, por las que importan, ya que Risto le sonrió) y los medios que antes esperaban relamiéndose su próxima cuita, esperando que un dislocado chico de veintitantos años se convirtiera en carne de prensa amarilla, ahora le rondan como la tuna. Repito: a mí me consuela que un chico con tan engorroso apellido se haya sacudido las telas de araña y sea una estrella emergente del pop en lugar de seguir en la picota eterna. En otro tiempo y con los puritanos, llevaría una letra en la ropa que invitaría al abucheo. ¿Debería extrañarle a alguien, o debería escandalizarse que me esfuerce así por dejar la suciedad atrás? Practico una religión cuyo Verbo se hizo hombre y absolvió al momento a sus verdugos.
Y un deicidio fue ligeramente más grave que una contabilidad en B.