Perdemos el tiempo
Si supiéramos el tiempo que nos queda por vivir, quizá exprimiríamos al máximo ese transcurrir de segundos, minutos y horas que parecen integrar nuestro día a día. Se trata de un transcurrir que a veces se dilata lentamente, pero que otras, puede ser tan fugaz como el sonido de una melodía, la que se inicia con un suave susurro, la que empieza a intensificar su tono para después desaparecer sin previo aviso. Y es que la música, al igual que el tiempo, no es capaz de esperar a nadie; solo nos ofrece su maravillosa armonía presente para desaparecer al final con su silencio tan señorial.
Y así desaparecemos las personas. No es agonía, es realidad. No hemos venido para quedarnos, eso es más que evidente. Todavía no sabemos el sentido de la vida. Los escritores modernistas arrojaron sobre sus versos con un desasosiego admitido, el tema de la angustia existencial, esa que nos acompaña en función al tiempo que le queramos dedicar. Según estos escritores, el futuro incierto asfixia al ser humano, evocado este pensamiento con una tristeza cacareante ante esa necesidad de obtener una respuesta congruente a esos sentimientos sombríos (“Y el espanto seguro de estar mañana muerto, / y sufrir por la vida…”).
Y entre los ecos modernistas que nos siguen llegando, porque si hay arte que recoja el aprendizaje de la vida ese es la literatura, avanzamos melancólicos vagando por la senda de la incertidumbre sin ser conscientes de que ese caminar lo único que consigue es restarnos tiempo para disfrutar de la vida, esa que nos empeñamos en desperdiciar.
Perdemos el tiempo esperando lo que quizá no suceda; perdemos el tiempo lamentándonos de lo que ocurrió hace tiempo y que ya no se puede cambiar; perdemos el tiempo en querer demostrar lo que por naturaleza no somos, y así, ajenos a los daños colaterales y al desgaste mental al que nos someten, hay personas que viven en un constante lamento y en un progresivo inconformismo que se fundamenta principalmente en el materialismo y en el protagonismo.
Las llaman personas tóxicas; yo prefiero decir que han perdido toda humildad, puesto que abogan por el éxito y la ostentación. Y cada vez más, sobre todo en este siglo en el que las apariencias son la principal preocupación de muchas personas, se utilizan como monedas de cambio la competencia y la comparación. Sin embargo, cosechar la humildad ha pasado a ser un acto de innegable valentía y sabiduría, que muy poco están dispuestos a realizar.
Pero no hay que perder la esperanza, principalmente, porque todavía hay personas naturales, sencillas, las que ven a los demás como iguales, porque son consecuentes con lo que nos depara el final de esta existencia; al final de ese viene viaje definitivo a través a través del cual, Juan Ramón Jiménez manifiesta esa nostalgia y esa idea de que lo único que nos quedará será la muerte, y por muy imprescindible que algunos se crean, se convertirán en polvo y esa pantomima de vida en la que viven se esfumará.
No se puede consentir que la gente siga priorizando la apariencia y el estatus, y si lo hacen, alejémonos de ellas. Hay que ser más humildes y realizar actos certeros con el único fin de transformar el mundo y de emprender así el camino hacia un ambiente más empático y comprensible, una necesidad que cada vez late más en este mundo tan dividido en el que vivimos. Por tanto, no perdamos el tiempo con ellas y busquemos a las que sí tienen intención de acabar con todo lo negativo que nos rodea.