Pajarico de Carlos Saura, un recorrido transicional de la infancia a la adolescencia

Javier Mateo Hidalgo

En más de una ocasión, distintos estudiosos de la obra de Lewis Carroll han llegado a afirmar que la historia de su libro más conocido, Alicia en el país de las maravillas, no es sino una fábula simbólica del paso traumático de la infancia a la adolescencia. Cómo una niña se interna en un mundo mágico y pasa por diversas pruebas, tras las cuales regresa preparada para enfrentarse a los distintos retos que le presentará la vida. Vladímir Propp en su Morfología del cuento también se refiere a esta metáfora presente en las narraciones tradicionales, donde los personajes infantiles son abandonados a su suerte y deben aprender a sobrevivir en escenarios mágicos como el del bosque. Así le sucederá a Hansel y Gretel o a la propia Caperucita Roja. Por su parte, otros personajes míticos de la literatura como la Dorita de El Mago de Oz o la Wendy de Peter Pan también se verán inmersos en periplos fantásticos de los que saldrán fortalecidos.   

En el ámbito cinematográfico, además de las múltiples adaptaciones realizadas sobre estas obras literarias ya desde la etapa muda, se pueden reseñar creaciones ficticias surgidas de guiones únicos de autores como Ángel Fernádez Santos o Rafael Azcona, que abordan el paso de la infancia a la adolescencia mediante situaciones oníricas que marcarán a los niños protagonistas. Son los casos de las películas El espíritu de la colmena, dirigida por Víctor Erice (además de su otro film El sur, basado en la novela homónima de Adelaida García Morales), o La prima Angélica, dirigida por Carlos Saura. Para este cineasta aragonés, la experiencia dolorosa sufrida de niño durante la Guerra Civil fue clave a la hora de conformar su imaginario y posterior universo fílmico. Él mismo recordaría, en la entrevista que concedió a Joaquín Soler Serrano en el programa de televisión A fondo, que para él su niñez no había sido una etapa dulce como para otros niños, sino que estuvo marcada por duros sucesos como el que recrearía en la citada película del bombardeo en la escuela. Saura reflejó sus propios episodios biográficos de una forma única, situándose como uno de los cineastas españoles más originales de la segunda mitad del s. XX. No obstante, en la conformación de su personalidad como director también influyeron otros factores, como su admiración por Luis Buñuel, de quien fue amigo y aprendió una forma de narrar visualmente rayana muchas veces en lo surrealista, también partiendo en muchas ocasiones de los extraños recuerdos de la infancia. Otro de los ejemplos paradigmáticos del relato sauriano en torno al mundo infantil fue el de Cría cuervos, uno de sus films más celebrados y también teñido de cierta tristeza y dolor en la recreación de la visión infantil de la realidad adulta.

Cuando en el año 1997 regresa al tratamiento de este tema en su película Pajarico, posee ya una dilatada filmografía y una experiencia y madurez que le otorgan cierta placidez en el relato, aunque sin obviar las dificultades de los protagonistas para dejar de ser niños y comenzar a parecerse a los adultos con los que conviven. El escenario elegido será el de la Murcia más mediterránea y luminosa, que a pesar de sus claros no podrá evitar también sus oscuros (los secretos de la familia, que siempre los hay). La historia, tal vez la más sentimental de Saura, parte de un cuento escrito por el propio cineasta, titulado Pajarico solitario, y narra la historia de un verano vivido por el personaje principal, un niño llamado Manu, que acaba de cumplir diez años. Su primera década de vida queda ya marcada por la separación de sus padres, quienes mientras se divorcian deciden enviarle con la familia paterna, que vive en la capital de la región. Resulta muy elocuente el poema que le recita su tío Juan (interpretado con gran sensibilidad por Manuel Bandera) cuando llega a recogerle a la estación: “Quien por la vida suspira se pregunta “¿qué es la vida?” La vida es un sufrimiento, un pesar, un tormento que a meditar nos invita”. Manu será el “pajarico solitario” al que se refiere su abuelo, interpretado por un inconmensurable Paco Rabal: alguien “siempre dando brincos de un lado para otro”, a quien “le gusta estar solo y leer y ser independiente”. Una forma de afrontar la vida sin miedo y con ganas de aprender de ella. En este caso, ese mundo se traduce en la nueva ciudad que visita, una Murcia que se le presenta con los colores anaranjados de tarde, ambientada con unos acordes de guitarra que nos recuerdan la Sinfonía morisca de Ruperto Chapí. Allí, en la casa familiar de la plaza del Cardenal Belluga, la de la Catedral, pasará tres semanas del verano, cada una de ellas con sus distintos tíos y primas, encontrará un recibimiento cálido, un paisaje único y exuberante de huerta y playa, descubrirá la pintura, la música o el amor, pero también la locura, lo prohibido, o la sexualidad y la muerte, siempre tan ligadas a ese Eros y Thanatos freudiano. Hay un misterio que lo envuelve todo, como le dice su tío Juan mientras le enseña escenas de la historia del arte como la urraca en la escena de El regreso de los cazadores de Brueghel, los dobles sentidos en El matrimonio Arnolfini de Jan Van Eyck o la atmósfera de Las meninas: “En la vida de una persona hay pocos momentos mágicos. Algo pasa que nos conmueve. Sentimos un temblor, el temblor de la belleza que hay en la música, en la poesía, en un cuadro, a veces en una película. Los grandes artistas tienen ese poder de transmitir lo mágico, el misterio de la belleza, la armonía de las palabras y de las cosas”.  Un misterio que puede ser divino y terreno, personificándose en figuras como la de un vagabundo (una de las grandes creaciones de Rafael Álvarez “El brujo”) que cree ser Dios.

Manu se enamora de su prima Fuensanta (una jovencísima Dafne Fernández con capacidades adivinatorias), se pierde con ella entre las sábanas tendidas en la azotea, lugar para los sueños donde todo puede suceder, mientras el violonchelo del tío Fernando (Eusebio Lázaro) se escucha desde la lejanía de uno de los pisos (cada tío vive en una planta del edificio) y su melodía sirve como música diegética y extradiegética, porque pertenece y no pertenece al mundo de ficción de estos personajes, se convierte en su propia banda sonora. Una música que, por cierto, pertenece a una de las tonadillas de Enrique Granados (“¡Ay majo de mi vida!”). Con Fuensanta como compañera de viaje se inicia en muchas de las novedades que le depara el nuevo mundo en que adentra, y que conoce gracias a la curiosidad que, según el tío Emilio (interpretado por el gran Juan Luis Gallardo), es “la madre de la ciencia”. El final del camino estará representado en el ya citado abuelo, que con su sabiduría sólo aspirará a la felicidad de respirar plenamente, mirando al mar y oliendo su salitre. Dirá una frase sencilla y cargada de sentido: “¡Qué bien se está cuando se está bien!” De punta en blanco, en una escena memorable que recordará a la del protagonista de Muerte en Venecia. Todos estos retazos conformarán el mosaico de Pajarico, la estela de baldosas amarillas que recorrerá Manu, cuando de repente sienta que algo ha cambiado dentro de sí, que ha crecido, justo antes de volver a la realidad convertido en alguien más mayor y experimentado. El “pajarico” transformado en pájaro, tal vez camino de ser lechuza de Minerva, emblema de la sabiduría.

 

 

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