Agujas
Oigo como llora Nina Simone por el altavoz. El tiempo en ese momento no me parece lineal. Como esa obsesión que tenían los hermanos Lumière por captar el instante. El arte es la mejor forma de desvirtuar nuestros sentidos, de hacernos olvidar que somos tan simples que solo podemos comprender el universos en estas tres dimensiones más el tiempo, y todo parece inevitable a desvanecerse. Nuestros sentidos no son más que simples advertencias; el olor a humo dentro de Notre Dame un 15 de abril, o el de su perfume un día que parece destinado al pasado.
No importa todos los libros que lea sobre física (de divulgación, claro), el tiempo me tiene atrapado en su insignificancia. Cada vez tengo la barba más larga, y ya no podré volver a ver Notre Dame en su máximo esplendor. No hay ningún agujero negro que me pueda devolver a esas experiencias.
Lo único capaz de conseguirlo es el arte, capaz de rememorar astros, bigbangs, colisiones o púlsares. Capaz de recordar cervezas, flirteos, poros o desgarros. Y aun así, el maldito tiempo se sale con la suya, la nostalgia se desborda a pesar de haber parado las agujas del reloj. La aguja de Notre Dame fue una de esas, clavada siempre a medianoche. Ahora la flecha del tiempo se ha descompuesto y no sé hacia dónde vamos. Solo confío en no olvidar que el tiempo es relativo, y si alguien nos observa dentro de miles de años a cierta distancia, estaremos riendo y teniendo sexo, y la aguja de Notre Dame estará apuntando a lo estático.