Nostalgia de la pana, según Maura Morés

Nostalgia de la pana

Todos los días en los que escucho alguna referencia en los medios a las becas universitarias me da por pensar en cuántos morros de beber tabasco y cuántos Airbnb’s en Londres habrán sufragado, mientras entre sus castigados compañeros sus destinatarios mantendrán que la cuantía se queda íntegra en alquileres y viajes al Mercadona. No se me echen encima: muchos amigos y conocidos emplearon ejemplarmente la suya. Y algún día podrían haber sacado algo del banco para darse un gusto, faltaría. Pero, curiosamente, eran los más pobres, y los que menos ruido hacían con sus reivindicaciones neobolcheviques. Yo les hubiera dado todo a ellos, a esas personas que comparten bañera con cinco hermanos y calcetines con pelotillas, y que a veces te agradecen que te hagas cargo de su empanadilla a la hora del almuerzo, porque van más pelados que el suelo del otrora mar de Aral.

Con esto me encamino a la siguiente hipótesis: de primeras, desconfíe de quien haga de sus apuros financieros una hazaña y un tema recurrente en sus disquisiciones públicas. Los Ricardos Corazón de León del conservar calderilla de cobre y malcomer en sus pisos salchichas El Pozo con cerveza de nombre inventado no suelen ser lo que parecen. Hay muchas sudaderas deshilachadas de pretendido hijo de currante que esconden sorpresas. Por un lado, las detestan y querrían otra de mejor tejido, pero también otro padre, uno que no mirara a las morenazas en bikini a pie de playa -cuidado con el Infierno de los posmodernos- ni se emocionara con los mayos a la Virgen del barrio. El padre que ha crecido entre ladrillos o alicates y que considera el no va más lucir el chándal de su equipo está bien para exhibirlo como progenitor calloso y a la sombra de los señoritos, pero en la universidad ya no es alguien a quien admirar. Porque suelta un bufido si le lees algo de Público y piensa que hay tareas «de hombres», como el arroz colectivo al butano, las películas chuscas, taladrar paredes y escupir pipas en un estadio o en un tendido taurino; tiene apodos entre amigos para los extranjeros según su procedencia, no le importa si los terneros lloran mientras pueda comerse el solomillo de uno en una comunión, conduce el coche que buenamente puede -demasiados achaques para una bicicleta a la danesa- y es feliz en un bareto de Los Narejos en verano, sin necesidad de aventurarse en países sintoístas e hinduistas.

Entonces, ya no se habla mucho de esos padres de familia menesterosa y vivienda con yugo y flechas en la fachada, ya que te han enseñado a secas a ahorrar y a ser un buen tipo que, como cree en la ley natural, no considera horripilante y punible observar de refilón unas nalgas. Hoy hay una mayoría estudiantil que pide -y suele necesitar- su beca, llega del «pueblo» con una maleta sobada y ni se acerca a un restaurante con un mínimo de iluminación coqueta para esquivar el asalto, pero a la que el sistema ha enseñado a renegar un poco de sus antepasados. A sentir un concienciado y piadoso bochorno porque a su madre le da igual lo que escriba la Dolera y se compra libros de postres murcianos, y su padre no quiere agenciarse un instrumento de estimulación prostática para llevar una vida sexual paralela en solitario y, si algún día se chala y sueña, acercarse por una alameda de cruising y librarse de tanta masculinidad putrefacta heteronormativa. Es normal que empiece uno primero de carrera en la cofradía de siempre y llegue a cuarto o quinto quejándose de que el Papa aún no ha escrito una encíclica benevolente con la familia poliamorosa -eso es de antes de la Alianza, por cierto-. Tu hijo, o tu hermano pequeño, era antes feliz con sus sanjacobos y varitas y ahora te pide una alternativa animal friendly, al tiempo que escudriña en los armarios para leer cada etiqueta de la ropa y culparte de cómplice del sector textil sanguinario. Sus cumpleaños ya no son en Telepizza -por abuso del beicon de cerdo inmolado y engranaje de una España rancia y avariciosa- y tampoco en el kebab por apropiación de la cultura otomana por parte de paquistaníes. Quizá el motivo para rechazar el dürum sea también la dieta conscious con el medio ambiente, o lo mucho que ofendería a un novio del Erasmus de etnia enfrentada con la del cortador de carne.

Al mismo tiempo que espantan el capitalismo esclavista a vaharadas de sándalo, sus estudios superiores los convierten simultáneamente en sus clientes preferentes sin asomo de vergüenza. Un día Juan Carlos Monedero aparece en Numa Pompilio, la estrella dorada del liberalismo gastronómico, el pasaje de los maniquíes de Instagram -ya ni van a mesones de toda la vida con sus cartas elevadas pero honradas-, justo después de protestar en nombre de Vallecas, y te quedas fría. Sabes que, detrás de sus cientos de discursos cargados del ruido y la furia, puntúan pechos, piden a Glovo para que un salvadoreño hecho polvo traiga calientes las enchiladas a su umbral, compran chismes en Amazon y no en la tienda de la manzana contigua y pagan por sexo cuando les falla la pareja de los sábados -o no le apetece prestarse a algo degradante-. Y, nada, son la izquierda. Por favor, que vuelva la que vestía de Delibes andando por casa y se conformaba con una fabada un poco carilla y una fuente de quisquillas y cigalas. Esos sí que no jodían a sus padres vapuleados por la vida, ni asaltaban sus carteras para vivir como dioses, ni tenían la casa llena de artilugios llegados de otros países mientras se les olvidaba cómo era el pasillo del ultramarinos de la calle Mayor. La bazofia de mundo que florece los necesita. Y si se llaman Pepe, les doy un beso.

 

 

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