Mirar desde Zaragoza, por Rosa Campos Gómez

Rosa Campos Gómez

Terminaba junio cuando me dirigía hacia Zaragoza. El primer tramo del trayecto, Cieza-Murcia, me lo conocía como la palma de mi mano, por lo que miraba a través de la ventanilla con esa sensación de tranquilidad que sabe dar la mano a pensamientos amenos, como el de las obras de creadores de literatura y arte de la región que me acogería por unos días. El recorrido por la comunidad valenciana, con palmerales que se asomaban a un lado y otro de las vías alicantinas y las arboledas de naranjos en Valencia, fue de agradecido mirar. La novedad, inductora de prestar más atención al momento, llegó con el tramo que se iniciaba en Teruel.

Al entrar en territorio aragonés recordé el acertado eslogan que crearon los turolenses para hacernos saber que allí estaban, “Teruel también existe”, y también, como un eco lejano, la historia de aquellos amantes, Isabel de Segura y Juan Martínez de Marcilla, que estudié en mis años de EGB.

Nunca es monótono el paisaje español, siempre ofrece un cambio, una belleza inesperada, incluso una intriga, y yo iba atenta, receptiva.

Los campos que divisaba desde la carretera me recordaban un poco a los manchegos, aunque los de Teruel presentaban llanuras menos extensas, cercadas por suaves colinas respaldadas por sierras de mayor perfil. Me parecieron sitios estoicos, austeros, potentes, con unos tonos verdosos que a veces tiraban más al azul Prusia que al verde vejiga. Los molinos de viento y las placas solares nos saludaban desde algunos parajes más alejados.

Me gustaron los nombres que en las señales viales indicaban lugares próximos, de algunos sabía -Albarracín, Alcañiz, Calanda-, otros eran primicia para mi mirada lectora -Albentosa, Libros, Calamocha, Báguena-; En Zaragoza los topónimos Calatayud, Belchite y Cariñena me eran conocidos, y dejaron de ser desconocidos los de Muel, Épila, Botorrita, Cuarte de Huerva… Supe del río Huerva, también de la Autovía Mudéjar, que evidenciaba con su nombre el peso y el paso de la historia.

Me dirigía a Zaragoza prevenida de que dos fuerzas de la naturaleza me iban a cortejar sin pausa: el calor durante el día y el viento. Así que al llegar no me sorprendió que nos recibiera una tarde caldeada, aunque menos de lo sospechado, ni ese viento natural que levantaba los vestidos, al estilo de aquel artificial que refrescaba cinematográficamente a Marilyn.

Llegamos a la Avenida César Augusta. Casi de una ojeada pude ver el atractivo bullicio que la llenaba. En cuanto dejamos las maletas salimos a la calle a aprovechar las horas de luz que aún quedaban.

Al mismo salir volvió a parecerme esa avenida un mundo bellamente dinámico, como de cine: el tranvía, que asomaba a lo lejos, pronto estaría allí, sobre el pavimento que se expandía en un mismo nivel -a excepción de las ranuras de los raíles-, desde un extremo al otro de las aceras, y sobre él, poco más allá, a mi derecha, un bar, otro enfrente, ambos llenos de gente sentada en sus terrazas, deparando todo esto una visión que se simultaneaba con el recorrer de coches, autobuses, bicicletas y patinetes rodando con precisión compaginada con el ir y venir de viandantes que cruzaban la avenida, mostrando una sincronización entre vehículos y pasos que me pareció pura filigrana.

Empezaron a caer unas gotas gruesas, nadie nos azaramos por ello. Era grato refrescarse de esa manera. Caminamos hacia el Mercado Central o de Lanuza -diseñado por Félix Navarro Pérez (1895)-, situado a nuestra izquierda, a escasos metros, y qu, exento, se veía majestuoso ya desde fuera.

Llegamos a la plaza donde todavía quedan restos de la Muralla Romana -de tiempos de Tiberio (siglo I), que llegó a tener 3.000 m de largo y 120 torreones-. Estando allí arreció la lluvia, que, a la postre, quedó sólo en chaparrón. Aguardamos en los soportales aledaños, descansando en uno de los bancos, mirando de frente a César Augusto –en estatua de bronce, realizada en Italia (1940), copia de Augusto de Prima Porta (siglo I)–, emperador que le dio nombre a Caesaraugusta, actualmente Zaragoza.

Detuve mi mirar en la muralla e imaginé las frentes sudadas y los brazos que la elaboraron, picando, acarreando, subiendo una piedra sillar sobre otra, en una geometría matemática exacta, hasta darle forma a aquel entramado, cuyo fragmento sí llevaba a cuestas milenos de días con sus soles y lunas, con sus lluvias y vientos… Una suerte de memoria imaginada en la que no pude dejar de ver a aquella gente obrera que se comunicaba desde su ayer hasta nuestro hoy, ni de sentirme conmovida por ello.

Desde allí observé también la magna silueta del Mercado, tomé unas fotos de su fachada y puertas -abiertas por cualquiera de sus cuatro costados-, y a la vuelta del paseo a orillas del Ebro, cuando ya estaba iluminado por que empezaba a llegar la noche, tomé otra.

La Muralla Romana, la efigie de César Augusto -cargada de historia, con sus sombras-, el Mercado Central, los soportales con escaparates de fondo, el tranvía en el que siempre entran o salen pasajeras, pasajeros, la refrescante lluvia… Era mi primer día en tierras mañas, y la vida me parecía un suspiro y, a la vez, eterna.

 

 

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