María Parra y la vida de los ríos

Nuestras vidas son los ríos

Queridos lectores,

ya hace varios siglos que el poeta Jorge Manrique aseveró que “nuestras vidas son los ríos”. Y es totalmente cierto, pues la vida de esta Cieza que tengo a los pies de mi cumbre no tendría sentido sin su río, ya que nunca nadie se hubiera asentado en este rincón de su vega si no fuera porque por él discurre una corriente de agua perenne que hace florecer un valle casi paradisíaco, de cuyas aguas torrenciales yo emergí. Y es que sin su río Cieza no sería la misma, ni el ciezano tampoco. Volveríamos a la vid, al olivo y al trigo y desaparecería el aroma a pueblo cosido a frutales.

Y es que ese Thader de los pobladores árabes, este Segura de los cristianos que les sucedieron, de esencia a pueblo ha sido, es y será la fuente de riqueza de nuestra querida Cieza y para mí, Atalaya de sus desvelos, mi eterno compañero, el espejo en cuyas aguas me veo reflejada cada mañana. Sin él, sin su fluir continuo, sin su sugerente sonido, todo sería distinto, la historia hubiera discurrido de otra manera en esta nuestra Siyasa poseedora de un dilatado pasado con asentamientos tan maravillosos como la Cueva de la Serreta o la Cueva de los Grajos.maria parra

A lo largo de los años los ciezanos hemos sentido el río como algo tan propio como nuestra forma de hablar, nuestra manera de ser, nuestra forma de vivir. Nacido en Pontones (Jaén), con un recorrido de 325 km a lo largo de cuatro comunidades, se ha ido convirtiendo en nuestro elemento vertebrador. Como una joya ha sido apreciada por los ciezanos, por ser el escenario del regocijo de todos los sentidos. Porque los ciezanos siempre han disfrutado del húmedo aroma que despide en su discurrir en esos paseos ribereños por el atractivo Paseo de Ronda, se han deleitado con el denso color con que se revisten sus aguas, se han dejado embrujar por el quebrado sonido de su chocar con las cañas, se han dejado impresionar el misterio de sus remansos, o se han bañado en el Gorgotón ante el reconfortante frescor en los bochornos del largo estío en esos días de verano. Y es así cómo los ciezanos son felices, gozando, compartiendo risas con los infantiles chapoteos que les hacen sentirse llenos de vida.

Es un privilegio para un pueblo tener un río que lo recorra y que lo riegue, que lo acompañe y lo consuele, que lo bañe y lo vista con mantos de colores y que sin juzgarlo le aconseje. Aunque en ocasiones se ha mostrado feroz, con riadas tan memorables como la de San Calixto (s. XVII) y Santa Teresa (s. XIX) borrándolo todo. Porque un río es algo más que una corriente de agua que va pasando sin detenerse. Un río es un símbolo de vida y de la vida, porque proporciona la riqueza a sus habitantes y porque es la mejor metáfora del paso del tiempo, como lo han reflejado muchos escritores a lo largo de la Historia, aunque quizás sea la frase del filósofo griego Heráclito la más conocida, “nadie se baña dos veces en el mismo río”. Y es cierto, porque la segunda vez que fluye el río y fluye la vida y, aunque hayan pasado solo unos segundos de ese primer baño, ni el río es el mismo, pues no se detiene en su discurrir hacia el ansiado mar, ni la persona es la misma, pues también el tiempo va haciendo mella en nosotros momento a momento. Es, por tanto, el río no solo motivo de inspiración para artistas, sino también motivo de meditación para el ser humano.

Porque, ante el río, símbolo de que todo pasa, he visto desde aquí arriba a muchos que vivían apegados a sus riquezas y que, contemplando el fluir del agua, han comprendido que los bienes de este mundo son pasajeros y que no merece la pena vivir solo para atesorar, y se han vuelto generosos con los demás.

Ante el río he visto a lo largo de los siglos detenerse a muchos jóvenes engreídos con su belleza, poseídos de su encanto, que pensaban que ese atractivo iban a mantenerlo siempre, pero, al mirarse en las aguas en su discurrir continuo, han comprendido que también la belleza pasa y lo que en la juventud es fortaleza y atractivo, poco a poco irá convirtiéndose en debilidad y dependencia y por ello han empezado a preocuparse de la belleza interior, que es la que perdura.

Ante el río he oteado cómo reflexionaban muchos poderosos que pensaban que sus cargos, sus puestos de importancia, su preminencia no iba a acabar y, al ver el fluir constante del Segura, han comprendido su insignificancia y han puesto sus miras en servir a los demás en lugar de poder sobre los demás.

Y, ante el río, he contemplado también a gentes muy inteligentes, orgullosas de su saber y que, al fijar sus ojos en esa corriente incesante de las aguas, han caído en la cuenta de que también los conocimientos se van olvidando poco a poco y la memoria va cuarteándose, y así transforman su engreimiento en humildad.

Es por ello por lo que, desde aquí arriba, como atalaya perenne y rocosa, además de divisar el caminar y el discurrir de los ciezanos, también he conocido sus meditaciones y reflexiones y he visto, siglo tras siglo, cómo el río no es sólo el motor de la riqueza de estas gentes, la base de su progreso, el sostén de su agricultura, sino también el reflejo de la caducidad de todo, de que todo acaba y de que no hay nada contra lo que el tiempo no pueda, de que hasta lo que parece más seguro y permanente, fluye como el río.

Y, meditando frente a este río Segura que riega y rodea y acaricia Cieza, en medio de tantos adelantos y avances tecnológicos, el hombre vuelve la mirada a la Edad Media y recuerda los versos de Manrique que, estos sí, permanecen durante siglos manteniendo su belleza y su verdad:

“Nuestras vidas son los ríos

 que van a dar al mar,

 que es el morir;

allí van los señoríos

derechos a se acabar

e consumir;

allí los ríos caudales,

 allí los otros medianos

e más chicos;

 i llegados, son iguales

 los que viven por sus manos

 e los ricos”.

 

 

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