María Parra reflexiona sobre las redes sociales y la validación social

Ándeme yo caliente…

Queridos lectores,

la vida de los ciudadanos ha estado siempre marcada por los convencionalismos sociales que se han ido heredando generación tras generación, e incluso, en algunas ocasiones, estos convencionalismos han estado mezclados con creencias religiosas. De esta manera, siempre ha habido ciertos usos, principios y costumbres (como, por ejemplo, educación, elegancia, decoro, civismo, gentileza, caballerosidad, …) que han sido las reglas de la sociedad, ya que han estado reconocidas por la colectividad, debido a la práctica repetida de hábitos y costumbres de todos aquellos que querían sentirse aceptados.

Pero el instinto natural del ser humano no siempre ha estado marcado por cumplir con aquello que se esperaba de él. Por ejemplo, el padre de Georg Friedrich Haendel ansiaba desde su nacimiento que el niño llegara a ser abogado, al igual que pasó con los padres de Gabriel García Márquez y de Yves Saint-Laurent. Sin embargo, el talento de estos artistas logró vencer la oposición paterna gracias a la gran determinación que tuvieron para conseguir desarrollar sus aptitudes. De no haber sido así, el mundo jamás se habría deleitado con el Mesías, cuyas voces del Aleluya nos acercan al cielo; o no se habría adentrado en tierras inhóspitas necesitadas de paz y justicia como las de “Cien años de soledad”; e incluso no habría llegado a saber que una aguja puede crear diseños transgresores, con los que poder penetrar en los problemas sociales.

Por otro lado, no podemos obviar el hecho de que no solo los artistas plantaron cara a sus destinos en sus propias vidas, sino que también la Historia de la Literatura cuenta con obras cuyos personajes nos han ido dando una lección de cómo trastocar las reglas.

En 1629 Pedro Calderón de la Barca estrenó su comedia “La dama duende”, en la que el autor criticaba con ironía las costumbres de la sociedad de la época, ya que el sentido del honor se presentaba como un gran obstáculo para conseguir el amor. De esta manera, la protagonista se veía obligada a guardar las apariencias para poder conservar los privilegios propios de una buena clase social; o como ocurrió con la obra estrenada en 1879 por Henrik Ibsen, “Casa de muñecas”, que generó una gran controversia en este periodo decimonónico, ya que criticaba fuertemente las normas matrimoniales de su tiempo; o bien la archiconocida obra teatral “La casa de Bernarda Alba” de Federico García Lorca, en la que el autor describe la España profunda de principios del siglo XX, marcada por el miedo a las apariencias y por el fanatismo religioso.

Está claro que la rigidez de las clases sociales de la época les impedía a estas mujeres ser ellas mismas y se vieron obligadas a luchar por reinventarse para construir una nueva identidad, sin tener la certeza de lograrlo durante su lucha por la libertad.

Asimismo, el estereotipo de géneros lo podemos encontrar en el lado opuesto, como ocurre en la famosa historia de Billy Eliot, en la que el protagonista crece en un mundo inflexible en el que los niños no bailan, sino que juegan al fútbol o boxean. Pero, finalmente, Billy le demostrará a su padre que él ha nacido para bailar a pesar de ser un hombre.

Afortunadamente, si lo piensan un poco estarán de acuerdo conmigo en que todo esto ha ido poco a poco desapareciendo, hasta el punto de que muchas de las generaciones de las últimas décadas desconocen por completo qué es eso de que unos convencionalismos sociales puedan condicionar su estilo de vida, teniendo en cuenta la opinión de los demás y con miedo al qué dirán. Un ejemplo claro de la conquista de libertad en España lo podemos ver en la canción con la que nos sorprendió Alaska hace treinta años titulada “A quién le importa…”, cuyo texto reflejaba lo que ya reclamara en el siglo XVII Luis de Góngora en uno de sus poemas:

¡Ándeme yo caliente, ríase la gente!

Pero, no nos engañemos. Definitivamente, ha sido una conquista de libertad fraudulenta, que no ha llegado a fructificar, ya que, por desgracia, desde que las redes sociales irrumpieron en nuestras vidas nos hemos vuelto esclavos de la opinión de los demás. Ahora la profesionalidad de los artistas, políticos, empresarios, etc., no se mide por la calidad de su trabajo, sino que se ha creado un nuevo parámetro que se encuentra en las redes, cuya unidad de medida es el número de “Me gusta” alcanzados. Y, por si esto fuera poco, han nacido nuevas profesiones basadas en encarnar las nuevas tendencias con las que influir en los demás a modo de ídolos digitales (“Influencer”, “youtuber”, etc.).

Esto nos está llevando a desarrollar nuevas enfermedades, cuya fiebre es síntoma del ansia por conseguir notoriedad a toda costa en las redes sociales. Uno de los últimos casos lo podemos encontrar en la reciente muerte de la joven Gigi Wu, una montañera de Taiwán que publicaba en las redes fotos extravagantes en las que se la podía ver jugándose la vida en las cumbres gélidas de las montañas vestida con un simple bikini, buscando así conseguir muchos “likes”.

Si Góngora levantara la cabeza le costaría mucho entender por qué ese empeño hoy día en alcanzar la “validación social” de la que tanto ha costado deshacerse durante numerosas generaciones. Quizás, en esta ocasión, el escritor, en lugar de satirizar sobre el poder y el lujo frente al tópico del Beatus Ille (vida austera) que les recomendaba a sus conciudadanos más codiciosos, emplearía el tono burlón para resaltar que perdemos muchas oportunidades de gozar de los placeres más sencillos por estar pendiente de las redes, con el fin de mantenernos en el candelero apuntalados por unos efímeros “Me gusta”.

 

 

 

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