María Moliner y las palabras entregadas

La historia de una mujer que no desfalleció en pos de la cultura en unos tiempos aciagos

Rosa Campos Gómez

Amó tanto a la gente que construyó un edificio colosal y lo llenó de palabras para cuidarnos en un presente continuo; su nombre es María Moliner -María Juana Moliner Ruiz- natural del zaragozano pueblo de Paniza. Fue una mujer, inteligente, tenaz, discreta, altamente capaz y comprometida con su idea de cultura y de libertad.

Nació cuando llegaba la primavera del recién estrenado siglo XX, dentro de una familia en la que ella era la segunda de tres hermanos. Se trasladaron a Soria y posteriormente a Madrid, donde vivieron hasta que, por motivos económicos -después de que su padre, médico rural, abandonara a la familia y marchara a Argentina- tuvieron que volver a tierras aragonesas, donde la joven María, que se estaba formando académicamente, empezó a dar clases particulares para ayudar con su sueldo a salir adelante a la familia.

Entre 1917 y 1921 se formó en el Estudio de Filología de Aragón, como filóloga y lexicógrafa, y colaboró en el Diccionario aragonés. Licenciada en Historia por la Universidad de Zaragoza, fue una de las primeras mujeres en tener una carrera universitaria en nuestro país.

En 1922 obtuvo plaza en el Cuerpo Facultativo de Archiveros, Bibliotecarios y Arqueólogos. Entró a trabajar al Archivo General de Simancas, con ella se fue a vivir su madre, a quien el frío de esta localidad vallisoletana le afectó en una salud ya mermada, por lo que se fueron a Murcia, para trabajar en el Archivo de la Delegación Hacienda, donde entró en 1924. En esta ciudad conoció a Fernando Ramón Ferrando, catedrático de Física en la Universidad, con quien contrajo matrimonio. En 1926 nació la primera hija, que debió fallecer al poco tiempo. En tierras murcianas tuvieron dos hijos más. Fue la primera mujer que impartió clases en la Universidad de Murcia. En 1929 el matrimonio es trasladó a Valencia, donde la familia creció con el nacimiento de una hija y un hijo.

El advenimiento de la II República abrió nuevos horizontes, sobre todo a las mujeres. Moliner pasa a encargarse de la Biblioteca Universitaria de Valencia. Mantienen contacto con un grupo de intelectuales que formarán la Escuela Cossío, inspirada en la Institución Libre de Enseñanza, donde también llega a impartir clases.

Su labor como funcionaria pública, va desde 1922 a 1970, pero la realizada durante la II Republica fue crucial, así lo dice ella: “Como podría olvidar aquellos años maravillosos que pasé en las bibliotecas de la República, si es lo mejor que he hecho en mi vida”.  Lo cierto es que supuso un cambio titánico todo lo conseguido en este campo durante ese periodo (algunos de estos datos son recogidos en conferencia de Ana Santos Aramburo):                                                                         En 1931 se creó el Patronato de Misiones Pedagógicas con el que se proponían llevar el viento de la educación y la cultura hasta el lugar más alejado de España, y Moliner, a través de la política bibliotecaria, se volcó. Los datos que aportó en un congreso celebrado en 1934 dicen que se habían creado 3.151 bibliotecas rurales. Y en el Congreso Internacional de Bibliotecas y Bibliografía, celebrado en Madrid al año siguiente, se informó de los libros que expandían fuera de nuestras fronteras con literatura que generada en España -con lo que nuestra cultura se internacionalizó como nunca antes- y de la recepción de los libros escritos en otros países, con la riqueza que esto representaba. Respecto a esta cuestión, en el informe Un año en la sección de bibliotecas, dice que entre marzo de 1937 y abril de 1938 -en plena Guerra Civil- la oficina de adquisición de libros e intercambio internacional que ella dirigía invirtió en compra de libros 6.947.000 de pesetas. Una formidable gestión cultural porque en esos volúmenes había de todo, aportando libertad de pensamiento.

Consiguió que las bibliotecas, hasta entonces denominadas populares y en manos privadas muchas de ellas, pasaran a ser públicas, es decir, que, por ser abastecidas con presupuesto público, pasaran a ser del pueblo, democratizando el derecho a disfrutar de ellas. Logró que libros escritos por Santa Teresa y los escritos por Karl Marx, por ejemplo, nutrieran las bibliotecas. Quería que la pluralidad de ideas fuese accesible a lectores de todos los lugares, para poder ir formando su propio criterio. Era una mujer con determinación: “La educación es la base del progreso; considero que leer es un derecho incluso espiritual y que, por tanto, cualquier ciudadano en cualquier lugar tiene que tener a mano el libro o los libros que deseara leer”. Consiguió abrir en todo este periodo republicano más de 5.000 bibliotecas.

Cuando finalizó la Guerra Civil, su marido y ella sufrieron la depuración implantada por la dictadura, a él lo dejaron sin trabajo y a ella la descendieron 18 puestos en el escalafón profesional que le correspondía. Mas María Moliner no decayó y nunca dejó de creer en la necesidad de “asomarse al mundo inmenso del espíritu por esas ventanas maravillosas que son los libros”, para seguir mirando la vida y tener las mejores herramientas para hacer de ella un lugar mejor, porque donde está la palabra legada por tantos hombres y mujeres hay construcción vital.

No reparó en obstáculos para pedir la restitución de trabajo para su marido, quien tras cuatro tristes años fue rehabilitado, pero con destino a la Universidad de Salamanca, lo que conllevó una separación, por lo que, para estar más cerca, solicitó para ella traslado a Madrid.

En 1946 le concedieron destino en la biblioteca de la Escuela Técnica Superior de Ingenieros Industriales de Madrid. Se instaló en la capital con su familia. Allí, al principio, el trabajo seguía siendo demasiado limitado para todo lo que ella podía desarrollar, es decir, seguía siendo represaliada con el ostracismo al que el régimen la había relegado, pero esto no la redujo en sus sueños. Empezó a cultivar una semilla que ya llevaba sembrada, la de escribir un diccionario, si bien esta idea cobró una dimensión más completa años más tarde, especialmente en 1951, estimulada, entre otros, por el diccionario Learner’s Dictionary of Current English, que le regaló su hijo Fernando.

Un día de febrero de 1952 inició el Diccionario de uso del español (DUE), para el que ella proyectaba unos seis meses de tiempo, pero para el que necesitó casi 16 años, y del que dijo: “Un diccionario que lo empecé joven y con hijos y la acabé cargada de nietos”. Lo hizo sola, sin buscar apoyos y sin injerencias del franquismo, con el amparo que sus conocimientos, valentía y compromiso por aportar su trabajo para conseguir una sociedad mejor le impulsaban. Creó una obra de 3.000 páginas, divertida, instructiva y ambiciosa, con palabras que excedían a las que recogía el DRAE, con enlaces y acepciones que explicaban como se usaba esta lengua nuestra en distintos lugares, de una manera tan magníficamente sencilla y certera que era amena y fácil de entender; una obra monumental que a día de hoy no ha sido superada.

Escribía en cualquier hueco libre, antes de ir a la biblioteca de la ETSI -dicen sus hijos que tenían que apartar los libros de la mesa para desayunar- y después, pero nunca de noche. Son innumerables los escritores que lo alaban al DUE, que salió a la luz en dos grandes volúmenes entre los años 1966-67 publicado por la editorial Gredos, a cuyo director, Hipólito Escolar, conocía Dámaso Alonso; una apuesta cultural que honra a ambos.

En 1972 fue presentada como candidata para ocupar el sillón con letra B de la RAE. No se lo concedieron, y tras conocer el rechazo, esta fue su reacción (fragmento extraído de una carta que envió a su hijo Fernando que estaba en Londres):

“Después de todo ha sido una experiencia divertida. Bien sabe Dios que yo, mientras escribí el Diccionario no había pensado nunca en tal honor. Y, ahora, nunca pensé seriamente que la Academia me elegiría a mí. Y como, por otro lado, me daba miedo que lo hicieran, porque mi salud no me hubiera permitido contribuir con mi trabajo a las tareas de la Academia, como esperaban de mí, el desenlace ha sido el mejor que la cosa podía tener”.

Viuda desde 1974, y enferma, María Moliner nos dejó el 22 de enero de 1981, hace ahora 42 años, un aniversario que invita a seguir contactándonos con esta gran madre de las palabras, que sabía que entregándolas al pueblo de una manera clara, ordenada, con toda la racionalidad que su pasión por la comunicación albergó, nos estaba entregando con ellas lo mejor de sí para el encuentro colectivo, contribuyendo con su magistral legado a ese Bien Común que nos protege y renueva.