Los penúltimos de Filipinas
España se nos va de las manos y, con ella, los sacrificios de generaciones de españoles que se pierden en el tiempo. La acción e inacción culpables de determinadas élites políticas, informativas, jurídicas y económicas serían infecundas de no contar con la complicidad del pueblo español. Lo diré de otra manera. Allí donde hubiere un pueblo honorable, no quedaría espacio para caciques. La honra requiere dignidad y el cacique desayuna bufones cada mañana. “En mi hambre mando yo”, espetó el jornalero al hacendado pues nadie dijo que la conquista y custodia de la libertad fuesen gratuitas.
Por suerte, hay heroicas excepciones que reman a contracorriente. La corrupción sistémica, la falacia y mezquindad institucionalizadas, la postración al poder de una mercenaria opinión publicada, la premeditada, progresiva y alarmante depauperación de la educación pública en todos sus niveles, el relativismo ético y moral o la elevación a los altares de arcadias fraudulentas, entre otros armisticios, están a punto de doblar el codo a un puñado de hombres y mujeres valerosos que apenas pueden contener tan excremental riada. Me estoy refiriendo a jueces, políticos, periodistas e intelectuales que, pese al desprecio de una sociedad mitad narcotizada, mitad fanática, mantienen viva la llama de la esperanza. Jueces, políticos, periodistas e intelectuales decididamente revolucionarios que han hecho de la Ley, del bien común, la verdad y la razón sus respectivas cartas de navegación.
Acabo de usar de forma generosa la tecla “supr” de mi portátil pues he “limpiado” un relato fidedigno de las fechorías de Sánchez y cía. Al releerlo en busca de alguna errata, he pensado: “¡Qué diablos! ¿A quién carajo le importa esto?”
Somos cuatro pelagatos los que ni aceptamos ni validamos en las urnas a sinvergüenzas, mentirosos y ladrones. Pues poco o nada nos importa la bandera cínicamente enarbolada por éstos. Me atrevería a decir que nos duele más la corrupción de aquellos que, en gran medida, sentimos como nuestros. Porque el problema no es que suceda lo inevitable; es decir, que aparezcan manzanas podridas en todos los cestos. Lo calamitoso es que millones de españoles, de legítimas y dispares sensibilidades, convaliden en las urnas la traición consumada, reduciendo la democracia a un pañuelo en el que los villanos escupen su flema.
En no pocas ocasiones, he reprochado determinados escarceos y consumaciones al partido al que una vez pertenecí lo que, a su vez y según la filiación ideológica del dicente, ha sido visto como una deslealtad o una fingida imparcialidad. Yerran éstos y aquellos pues para algunos, entre quienes me cuento, el ejercicio de apreciaciones razonablemente libres reporta dividendos morales infinitamente más satisfactorios que los derivados de crónicas acríticas y pelotilleras.
La falibilidad es disculpable pues no exijamos a los políticos una naturaleza superior a la del resto de los mortales. Bienvenidos sean los incumplimientos programáticos como las asunciones de propuestas inicialmente no contempladas de ser el bien común el que los motiva. Bienaventurado sea, también, el acuerdo entre distintos cuando el interés general de España o el de los españoles, valga la redundancia, así lo aconseje.
La traición es cosa bien distinta y merece una repulsa contundente de la ciudadanía y, en particular, de quienes una vez confiamos en quienes mudaron a infieles. El sufragio universal, en tanto el instante más sublime y decisivo de una democracia, debería liberarse de proselitismos irracionales o de concepciones pesimistas sobre el hombre. “Más vale malo conocido que bueno por conocer”, “son todos iguales” o “para que roben los otros, que lo hagan los míos”, no son sino ejemplos de una resignación que perpetúa el mal conocido y cierra el postigo a oportunidades quién sabe si provechosas.
Confieso que he votado en blanco. O no he votado. O he confiado en opciones bien distintas entre sí. O lo he hecho a favor de una opción insospechada por mi yo pretérito. Los hechos desvelarían mis malas decisiones pero no importa pues no fui yo quien erró. No fracasa quien cree o apostata de manera reflexiva. Naufraga quien no reacciona y se pliega a un resignado fatalismo.
Soy mitad de izquierdas, mitad de derechas. Hipérbole imposible, para algunos. Convicción gestada durante estas últimas tres décadas, en lo que a mí concierne. Soy patriota; sentimiento que horroriza a muchos. Tal vez porque la patria, como todo concepto connaturalmente hermoso, ha sido caricaturizado por detractores confesos y falsos devotos.
“Uno no es de ninguna parte mientras no tenga un muerto bajo la tierra. Úrsula replicó, con una suave firmeza: —Si es necesario que yo me muera para que se queden aquí, me muero.” (Cien Años de Soledad; Gabriel García Márquez)
Así es, maestro. No muy lejos de aquí, reposan mis muertos y a la vuelta de la esquina palpitan mis vivos. Advine por esta patria de forma azarosa; supongo. Pero bendigo esa suerte que por, no merecer, merece ser clamada. Anáfora obligada de quien sonríe a España desde sus cuatro puntos cardinales. Mi patriotismo es discreto pero firme; huérfano de liturgias pero sustantivo. Mi patria, que no es mía sino de todos, a todos atañe su destino y nadie, insisto, nadie debería malvenderla por treinta monedas. Pero deber es cosa distinta de poder pues queda acreditado que aquestos y esotros, aunque no debieron, pudieron y, aún hoy, siguen sodomizando a la patria sin apenas pestañear.
No soy liberal; al menos en los términos que algunos lo entienden. Amo la libertad sobre todas las cosas pero la vida no es necesariamente justa ni el sacrificio es siempre recompensado. Luego el fruto del esfuerzo colectivo, cosechado por quienes todavía preservan las fuerzas, a todos ha de alcanzar. Al menos, hasta unas cotas que garanticen la dignidad inherente a todo ser humano. De no ser así, asistiríamos a un Estado fallido donde la opulencia cohabitaría, en insana vecindad, con la miseria.
Queda acreditado, sin prueba en contrario, que la democracia es el sistema menos malo conocido y que las organizaciones políticas, sindicales y empresariales conforman un engranaje tan mejorable como necesario. Queda igualmente demostrado que toda endogamia a nada bueno conduce. Pero nadie podrá negarme que los riesgos de ayer son también los de hoy. Y lo son porque los dos principales partidos políticos de España, pese a las oportunidades brindadas, soslayaron el cáliz del que debieron beber. España, hoy, es una ramera chuleada por minorías de rancio pelaje que estrujan las ubres de una patria a la que, al mismo tiempo, detestan. Sí; ramera, pues los mayorales por todos elegidos, antes que guardar y hacer guardar al rebaño, aliáronse con las raposas por un cuarto de hora más en el poder lo que, al cambio, representa un presente y un futuro al calor del fuego. Bien lejos de las corrientes y ventiscas de ahí afuera.
El Reino de España lleva décadas gastando mucho más de lo que recauda lo que, de seguir así, desembocará en una bancarrota segura. Las consecuencias, como de costumbre, las sufrirá un pueblo que creyó a pies juntillas aquello de que “el dinero público no es de nadie” (Carmen Calvo dixit) y que la deuda pública es un holograma que pagará no sé quién, no sé cuándo. El panorama es desolador y a los partidos que han sido parte del problema no les veo como parte de la solución. Estas son las reglas del juego y ésta es nuestra realidad política a la que ningún español con sangre en sus venas debería dar la espalda.
Quiso la Historia que un destacamento español, recluido en la iglesia del pueblo de Baler, resistiese el asedio filipino durante 337 días. 33 ESPAÑOLES SOBREVIVIERON a aquel cerco. Son conocidos como LOS ÚLTIMOS DE FILIPINAS y su heroica gesta es tan admirada en Filipinas como ninguneada en España. Hoy quise acordarme de los PENÚLTIMOS DE FILIPINAS; es decir, de los que perdieron la vida para que subsistieran los últimos. Quiera Dios y el propio hombre que los penúltimos POLÍTICOS, JUECES, PERIODISTAS E INTELECTUALES, que todavía resisten y a los que deseo larga vida, no muden a últimos pues, en tal caso, España habría capitulado definitivamente.