Los pájaros del anochecer, un relato de José María Soriano Martínez

José María Soriano Martínez (IES Los Albares)-1º Premio de la Categoría 2 (de 4º de ESO a 2º de Bachillerato)

I

Comenzó como empiezan todos los días: con el sol iluminando los hogares. Con un despertador, una cama y hombre que cree poseer ambos objetos, aunque sean ellos los que le gobiernan. Buenaventura amaneció ese día temprano, cuando era la luna la que se vislumbraba en los cielos; incluso antes que su despertador se despertó. Dejó atrás su dormitorio y, atravesando su pasillo, su cocina y su sala de estar, llegó a la puerta del balcón. Al abrirla, un aire gélido penetró en la amplia sala que utilizaba para ver la televisión y recibir visitas. El primer pie que puso en el suelo de su balcón provocó un choque entre su calor corporal, amueblado en la comodidad del hogar, y el frío nocturno, que afectaba al mundo en general a esas horas, pero específicamente al suelo de su balcón en ese momento. Esta sensación le estremeció. Desde la suela desnuda de su pie hasta la cabeza, pudo notar cómo la noche se metía en sus adentros. Se sintió despierto, más que nadie en el planeta.

En las rejas de metal notó de nuevo esa sensación y, también, al tocar el metal de la silla en la que, sentado, observaba la escasa actividad de la ciudad. Veía edificios apagados en su totalidad, la luz de las farolas, los semáforos y unos pocos coches; sin embargo, tenía dificultades para ver las estrellas, sólo unas pocas se apreciaban. Llegará un momento en que el brillo de la ciudad no deje ver la luna —pensó. Volvió a rozar una de las patas de metal de su silla y sintió de nuevo esa sensación. Cada vez le gustaba más.

El tiempo pasaba. De vez en cuando veía a alguien salir para ir al trabajo. Poco a poco fue viendo cómo más edificios se despertaban, y cómo sus ocupantes los abandonaban, resignados. El viento empezó a mecer los árboles. El sonido que estas hacían al frotarse entre sí le resultaba a Buenaventura precioso y entrañable. Le llevaba a una época pasada. Veía un olivo frondoso, pero sin ningún tipo de fruto; aunque preservaba su belleza. Si se esforzaba podía llegar a imaginarse el tacto de sus flexibles ramas y el aroma de los campos que lo rodeaban. El piar de los pájaros, y, a lo lejos, la revelación de una gran bandada de negras aves en rumbo de un destino desconocido. Con un poco de esmero, se llegaba a ver a él mismo. Veía a aquel chico de quince años, largo de piernas y falto de peso, con el pelo castaño oscuro y la mirada azul, como el mar que nunca vio. El viento le sacudió el desnudo torso y le hizo despertar de su imaginación.

Hombres y mujeres siguieron encaminándose por las oscuras calles en el crepúsculo. El cielo mu daba su color y el sol traía un anaranjado toque a esta transición, a la vez que este se asomaba, lento, pero imparable. La resignación y la pereza persistían en el alma de esas pobres personas; sin embargo, conforme iban pasando los minutos, estas se reducían, debido a que iban aceptando su condición, su futuro más próximo y lejano, y la imposibilidad de salir de ese bucle interminable. Tal como el sol salía al amanecer, los ciudadanos salían con él, lentos, pero seguros de su futuro e incapaces de cambiarlo.

Después de un rato, Buenaventura entró a su hogar. Comprobó que el tiempo le sobraba y, con calma, realizó la rutina habitual para ir al trabajo.

II

Por el camino saludó a viejos conocidos, e ignoró a otros aún más viejos. Siempre se los encontraba, pues empezaban a la misma hora que él a trabajar. En realidad, a la mayoría sólo les conocía de verlos todas las mañanas, pero, aun así, les daba los buenos días con una fugaz sonrisa. Se encontraba con uno, también todas esas mañanas, al que no decía nada; aunque fuera al que más conocía. Pues este era un antiguo compañero de colegio con el que, por cosas de la vida, había perdido el contacto. Antes le saludaba, pero poco a poco fueron disminuyendo las palabras entre ellos hasta el punto en que desaparecieron. Este asunto, por muy insignificante que pareciera, le atormentaba al bueno de Buenaventura Soto hasta tales extremos que podía llegar a pasarse noches enteras sin dormir.

Pese a haber dormido poco y haberse despertado muy temprano, Buenaventura se encontraba repleto de energía y fresco, como si le hubiera caído un torrente de agua fría en el desierto. Mientras andaba empezó a evadirse. Se despegó de la acera y siguió por en medio de la carretera. No le preocupaba el tráfico, pues era una calle de una sola dirección, en la que él caminaba en dirección contraria y tendría tiempo para apartarse ante la llegada de un vehículo; además, no había nadie cerca. Buenaventura empezó a mirar hacia adelante. No es que antes estuviera cabizbajo con la mirada perdida o en el suelo en el que pisa, pero dejó de mirar a su espacio más cercano, se despreocupó de sí mismo y de los baches, cagadas de perro y demás obstáculos que le rodeaban. En ese momento creía ver el mundo por primera vez. Veía las calles lejanas, la simetría de estas, la belleza de sus árboles, colores y arquitectura. Se había desprendido de su débil cuerpo humano y de su peligroso entorno. Se había convertido en un fantasma, un alma que miraba el presente sin miedo.

Entonces, un pitido de coche le devolvió a la Tierra. Se reincorporó a la acera y siguió caminando hacia su destino. Al entrar por la puerta de la Oficina de Correos, una cálida y acogedora corriente de aire le saludó. Y, justo después, sus compañeros.

—Buenas tardes, Buenaventura —dijo uno de los empleados más veteranos. Se llamaba Vicente Alfaro y llevaba allí más tiempo que nadie. Debió empezar a los veinte años, y, tras cuarenta años de servicio a los españoles, estaba a punto de jubilarse.

Buenaventura tenía la misma edad que él, pero había comenzado mucho después. Apenas llevaba seis años en Correos, pero le tocaba retirarse en muy poco tiempo.

Tras los saludos protocolarios, Buenaventura se acomodó en su puesto y comenzó a trabajar. Mientras apilaba cartas recordaba cómo había llegado ahí. Estudios, sueños, una carrera en Derecho, varios trabajos, algunos artículos publicados, más trabajos insignificantes y, por último, Correos. Desde luego, nunca habría imaginado con veinte años llegar a acabar sus días en una oficina; y menos aún de cartero. No es que el trabajo no le gustase, él estaba cómodo y sus compañeros eran amables con él, pero llegó un día en que se levantó y dijo: ¿Todo para esto?

III

Buenaventura Soto se apoyó en un rincón mientras un huracán de pensamientos y sentimientos le destrozaban la cabeza. Apoyó la frente contra la rugosa pared blanca de hormigón y lloró. Derramó lágrimas silenciosas, procurando que nadie le viera. Lloró como lo que nunca volvería a ser: un niño.

IV

Salió tarde. Volvió por el mismo camino por el que había ido al trabajo. La jornada había sido dura y estaba cansado. Todas las calles le parecían interminables cuestas que subir. El cielo dejaba de ser esa lona azul y pasaba a colores cada vez más oscuros. No vio a nadie por el camino, estaba solo. En las calles grises sólo se veía una mancha negra en la lejanía. De cerca era un hombre de unos sesenta y tantos años, andando lentamente, con la mirada perdida. Con una mano se rascaba los pelos grisáceos que le quedaban en la parte posterior de su cabeza. Bajo sus ojos azules se veían bolsas; en su frente, arrugas; en la parte baja de su rostro habían nacido pelos del mismo color que su escasa cabellera. Ese hombre se paró frente a una puerta y buscó en su bolsillo. Buenaventura entró a su casa y se dejó caer en su sofá.

La tela que cubría el sofá era verde, desgastada y con marcas del tiempo; su color, más bien oscuro, se veía contrastado por unas pocas manchas blancas, como las de la lejía. No era ni siquiera cómodo, ni mucho menos agradable a la vista, pero seguía ahí. Buenaventura había tenido la tentación de deshacerse de él muchas veces, pero nunca se atrevió. Ahora reposaba ahí, con la mirada en el techo y los pies sobre una vieja mesilla de madera. Buenaventura trataba de pensar, pero cuando llegaba una idea, aparecía otra y se superponía a la anterior. Fue hacia el baño y se echó agua en la cara. Atravesando el pasillo y la cocina, y volviendo al salón, sintió un deseo desenfrenado de asomarse al balcón de nuevo. Y así lo hizo.

El tiempo estaba en calma. No hacía el frío de la noche ni el viento de la mañana. Encima de él divisaba nubes rojizas sobre un cielo a caballo entre el azul claro del día y el negro de la noche. El sol se escondía lentamente, pero invariable. La gente entraba en sus casas con la esperanza de no tener que volver a salir al día siguiente a trabajar. Unos cuantos pájaros se escuchaban, pero Buenaventura no los veía. Algunos miraban al quinto balcón del gran edificio, donde un hombre con prendas negras les observaba. Acodado en la barandilla, Buenaventura se sentía el dueño del mundo.

Lo veía todo más claro desde ahí arriba. Pensó en su familia: sus padres, hermanos, sobrinos… Llevaba sin verlos mucho tiempo. A sus padres, desde que fallecieron muchos años atrás, y a sus hermanos des – de que se mudaron fuera de su pueblo, otros tantos años atrás, también. Recordó a los amores de su vida, a sus amigos, etcétera. Sin embargo, no era su pasado lo que atormentaba a Buenaventura Soto, sino su futuro. Veía un pozo insondable del que no encontraba salida. Y una caída terrible en la que se encontraba en esos momentos. Se sentía un fracasado solitario. En cambio, la mayoría de las personas que le conocían lo veían como un hombre alegre, educado y con una gran sonrisa en la boca. Y, en efecto, la corteza de Buenaventura Soto era así como ha sido descrita, pero era el interior lo que nadie veía, lo que, a veces, incluso el propio Buenaventura no entendía.

La negra barandilla metálica le tocaba los lumbares y él se apoyaba en ella con las manos y el pecho mirando al frente. Tenía los pies en el escaso trozo de suelo que asomaba más allá de su propiedad. Vio cómo el sol desaparecía en el horizonte y las preciosas nubes granates lo acompañaban hasta el final. Escuchó de nuevo las aves, pero esta vez las vio. Eran negras con el pecho blanco, pequeñas y frágiles a simple vista. Buenaventura Soto intentó alcanzarlas con la mano, pero, como no pudo, salió volando tras ellas.