Los artículos de Opinión de Antonio Balsalobre

Puentes rotos

Martes, 31 de diciembre

Veo a un grupo de jóvenes bailar en el puente de Aviñón. Sur le pont d’Avignon, on y danse, on y danse… El puente es el de Saint-Bénezet, construido en el siglo XIII: el único que había entonces. Aunque más que un puente es un medio puente, pues solo llega a la mitad del río. La parte que falta para alcanzar la otra orilla se la llevó tantas veces la corriente durante las crecidas impetuosas del Ródano que, tras varias reconstrucciones, hubo un momento en el siglo XVII en que desistieron de seguir reparándolo. Más tarde se levantaron puentes más modernos, pero este sigue ahí, como un juguete roto. Incompleto e inutilizado, pero bello por su arquitectura y su trágico destino.

Un barco eléctrico nos cruza a la otra orilla. Una cortesía del ayuntamiento. Las vistas desde allí sobre la ciudad son sobrecogedoras. Destaca por su grandiosidad el Palacio de los Papas. ¿A qué son bailaban, por cierto, los pontífices de entonces? Tuvo que venir en el siglo XIV una crisis política, social y religiosa mayor, con constantes luchas de poder entre las familias nobles romanas, para que la sede del papado fuera trasladada a Aviñón, un espacio más neutral, donde los pontífices buscaban liberarse del yugo de los reyes con el fin de ejercer su autoridad e influencia política con más autonomía, así en la tierra como en el cielo.

Son otros tiempos, y también el papa Francisco busca hacer oír su voz en el mundo, no sé si con la misma intención. En todo caso, es de agradecer que haya exhortado a que callen la armas por estas fechas, evocando “la situación humanitaria gravísima” en Gaza. El genocidio, vamos.

Vuelvo a contemplar a esos jóvenes que no paran de danzar, y me pregunto si no habrá demasiados puentes rotos, que los humanos hemos desistido de reconstruir, sobre los que seguimos bailando alegremente.

Gisèle Pelicot

Jueves 2 de enero

En las paredes de las calles de Aviñón quedan todavía restos de carteles llamando a la movilización frente al Palacio de Justicia el pasado 25 de noviembre. Además de conmemorar el Día Internacional de la Mujer, el movimiento feminista Mujeres Solidarias organizó ese día una manifestación y una cadena solidaria en apoyo a Gisèle Pelicot.

El edificio que alberga la Corte judicial es una edificación moderna y funcional con la que uno se topa por poco que se dé un paseo por las afueras de la muralla que rodea la antigua ciudad, a la altura de la Porte Limbert. En su interior se ha juzgado en los últimos meses uno de los casos de violencia sexual más espeluznantes en décadas. Como recordarán, un desaprensivo fue acusado por su exmujer, Gisèle Pelicot, de haber introducido a lo largo de diez años a más de 50 hombres en su casa para violarla, tras drogarla previamente con ansiolíticos.

Perversión, infamia, son las palabras que más se repiten cuando se habla del asunto. ¿Cómo explicarse, además, me dicen, que el autor de esa monstruosidad fuera un padre de “apariencia intachable” o que esas cosas puedan ocurrir cerca de donde uno vive? Aprovecho para recordar que en Murcia también hemos tenido no hace mucho nuestro “caso”: una trama de reconocidos empresarios igualmente “intachables” implicados en una red de explotación sexual y prostitución infantil, que ha acabado, por cierto, beneficiándose de penas más que livianas.

Denunciando sin miedo la crueldad de los hechos, dando muestras en el juicio de una valentía encomiable, al enfrentarse a una turba de impresentables, Gisèle es ya, a su pesar, todo un icono de la lucha contra la violencia sexual. Sin aspavientos, con voluntad y determinación, ha hecho historia.

Diez años después, en Collioure

Viernes 3 de enero

Ha transcurrido una década desde la última vez que estuve en Collioure. Ese santuario poético-republicano donde descansa (no diría yo que en tierra extranjera) uno de los más grandes poetas de nuestra literatura: Antonio Machado. Fue entonces en un caluroso mes de agosto, con el pueblo atestado de turistas; y ahora, en un templado día de invierno con las calles más desahogadas. Situado entre la playa y el monte, Collioure está considerado, y no es una exageración, uno de los pueblos más bonitos de Francia. En una de las esquinas de la plaza central, dando a dos estrechas calles, sigue en pie la casa Quintana, pensión donde se hospedó y murió el poeta un mes después de cruzar los Pirineos nevados, junto a cientos de miles de españoles, camino del exilio. La casa ha sido restaurada desde la última vez que la vi, conservando, eso sí, su impronta. Ahora es un apartahotel. Cosas de los tiempos.

En el pequeño cementerio no faltan españoles con distintos acentos. Circunspectos y meditabundos, unos, haciéndose fotos junto a la tumba del poeta, otros. Lamento que, desdibujando la pequeña y única bandera con los colores de la República que había antes detrás de la lápida, se amontonen ahora chabacanamente decenas de enseñas identitarias, como si cada cual quisiera dejar su huella partidista en el lugar.

Son muchas las preguntas que me hago ante la tumba del poeta. La de más actualidad: por qué algunos políticos que se autoproclaman demócratas están tan incómodos este año que coincide con el cincuenta aniversario de la muerte del dictador.

Decía el presidente francés Mitterrand que los que aseguran que no son ni de derechas ni de izquierdas no son, en realidad, “ni de izquierdas ni de izquierdas”. Tal vez se pueda aplicar la misma reflexión a quienes hoy se quieren escabullir diciendo que no son ni franquistas ni antifranquistas.