La decisión de Macron
¿Es Macron un mal perdedor? Eso parece desprenderse de sus últimas actuaciones. Para algunos, incluso, estaría cayendo en una “práctica no ética” de la política, rechazando todo lo que pueda alejarlo de no ser él quien siga partiendo el bacalao. También son muchos los que no le perdonan haber roto con la tradición republicana de nombrar un primer ministro surgido de las filas de la formación ganadora de las elecciones.
De modo que será la derecha quien gobierne, con el conservador Michel Barnier al frente, pese a que fue la izquierda, esto es, el Nuevo Frente Popular, quien llegó en cabeza -en un apretado e inesperado final, es verdad- en las elecciones. “Un robo”, “un asalto a la democracia”, “una crisis de régimen” claman, no sin razón, las fuerzas progresistas.
Aun así, cabe preguntarse qué parte de responsabilidad tiene la izquierda en que no haya uno de los suyos en Matignon, sede del Primer Ministro. No estaría de más recordar que, a pesar de esforzarse por presentar una imagen de unidad, las fricciones y los recelos nunca han dejado de estar presentes en una coalición donde coexisten distintas sensibilidades ideológicas y programáticas. Y por esos intervalos de la confrontación solapada interna, es por donde se ha colado Macron.
Proponiendo a un inesperado Barnier, que cuenta con el beneplácito de Le Pen, se “libera” el presidente de la izquierda, pero quedando a merced de la extrema derecha, contra la que llamará a rebato, llegado el caso.
Demasiado alambicado todo esto. La crisis política en Francia, por consiguiente, está lejos de haber terminado.
“Encontronazo” con el teatro
Llevo ya algún tiempo peleado con el teatro. Y mira que me gusta. Pero no hay manera. No siempre fue así, es verdad. De hecho, desde que a mediados de los setenta, siendo jovencillo, empecé a participar en el taller de teatro popular del Club Atalaya de Cieza, mi relación con él siempre ha sido estrecha.
Este idilio cambió, sin embargo, no hace mucho. A partir del momento en que empecé a notar una ligera deficiencia auditiva, que no pasa del diez por ciento, pero que en el inmenso espacio de una sala escénica se convierte con respecto a los actores casi en sordera. Suelo desde entonces ponerme en las primeras filas, donde me manejo algo mejor.
El último “encontronazo” con el arte escénico lo tuvo el pasado miércoles. En la representación de la meritoria, entrañable y evocadora obra de teatro universitario Nuestra ciudad. Murcia. 1933, dirigida por el gran César Oliva. Llegué tarde a la compra de entradas y me mandaron a la fila 15. El sonido de las voces me llegaba como un susurro, casi imperceptible, como si viniera de un lejano territorio. La pregunta que me hago es si eso me ocurre solo a mí. Me dicen, y lo entiendo, que frente a la estruendosidad del sonido cinematográfico debe prevalecer en el teatro la naturalidad de la voz humana, sin artificios electrónicos.
En fin, que es un problema mío. Ya lo sé. Y me hago cargo. Solo quería desahogarme viniendo a hablar hoy de mí y de mis circunstancias.
Illa, la fuerza tranquila
La Diada ya no es lo que era. Me refiero a lo que fue en los últimos años, sobre todo en los de Rajoy. Lo pudimos ver el jueves pasado en que la asistencia a la llamada de las seis entidades soberanistas fue más que discreta. 60.000 personas para una reivindicación y un día tan señalados, no es, ciertamente, nada del otro mundo. Qué lejos quedan aquellos cientos de miles de manifestantes reclamando en 2013 la independencia mientras organizaban una cadena humana que recorría Cataluña de norte a sur. O aquella traumática y estrambótica declaración de independencia de Puigdemont, años más tarde, que pilló a Rajoy… fumándose un puro. Y encima, para colmo, se les veía bastante mal avenidos, entre reproches, rencillas o guerras a cara de perro entre unos y otros. En fin, que entusiasmo, como en otros tiempos, lo que se dice entusiasmo, había más bien poco. Carme Forcadell, la campeona de las Diadas, lo sentenció mejor que nadie: “No tengo la ilusión de antes”, se sinceró.
Tal vez tenga algo que ver, piensan algunos, que sea ésta la primera Diada en 14 años sin un gobierno independentista en la Generalitat. Y que sea Illa, un socialista catalán que fue ministro de un gobierno de España, quien la esté, con su fuerza tranquila, presidiendo. ¿Significa esto que el movimiento independentista catalán esté acabado? Claro que no. Pero sí que la apuesta gubernamental por la “desinflamación”, la transversalidad, la convivencia y el “reencuentro” no está funcionando mal del todo.