Sacar fuerzas
París apostó fuerte y ganó. Apostó por hacer unos juegos olímpicos cultural y deportivamente distintos y el éxito ha sido “rotundo”. Muy mayoritariamente, la prensa internacional ha aclamado el modelo de unos juegos que transciende “lo meramente deportivo y organizativo y deja un legado simbólico y emocional para muchos años”.
Estuve en la ciudad del Sena a principios de julio, durante las elecciones legislativas adelantadas inesperadamente por Macron, y tuve la impresión de que, en medio del fragor de la batalla política, los Juegos se encontraban entre las últimas prioridades de los franceses. Todo cambió, sin embargo, un par de semanas después, con la tregua olímpica, el espectacular desfile inaugural por el río y el posterior desarrollo de las competiciones en medio de escenarios imponentes. París, ciudad universal y mestiza, no solo cautivaba al mundo, sino que parecía conseguir algo incluso más difícil: volverse a gustar.
Mucho nos tememos, sin embargo, que cerrado el paréntesis olímpico, la tozuda realidad vuelva en forma de inestabilidad política, malestar social y problemas de integración en las “banlieues”, eclipsados durante este periodo pero no resueltos. Sea como sea, para Thomas Jolly, director artístico de las ceremonias, hay motivos para la esperanza. Ha sido en estos juegos, nos dice, donde mejor se ha podido apreciar lo que llama “l’esprit français”. Para él, la Francia integradora de los Juegos no es un discurso, es una realidad. Es una Francia que existe.
Nos gustaría creerlo. Ojalá sepamos todos sacar fuerzas de este éxito integrador olímpico.
Algunas tardes
Aseguraba el insigne Ángel González que escribir un poema se parece a un orgasmo. Un clímax que solo alcanzaba, sin embargo, en determinadas ocasiones, pese a repetir cada tarde el mismo ritual lúbrico con las palabras, con las metáforas, con la despiadada sintaxis. “Tardes hay –confesaba- en que hago lo de siempre. Y pese a todo, ved: ¡no pasa nada!”
Un artículo de opinión no es un poema, ni mucho menos. Aunque pueda contener algún rasgo poético, alguna idea o hallazgo que en algunos casos produzca, como decía Antonio Machado para la poesía, alguna leve palpitación del espíritu. Y peso a no ser, ni por asomo, un poema, no creo desvariar si digo que exige para su creación emprender ese mismo ritual lúbrico con las palabras, con las metáforas, con la despiadada sintaxis… y hasta con la inspiración. Aunque sea para llegar a otros fines.
Las exigencias de la prensa, esa máquina infernal que gira incansablemente, sin dar respiro de un día para otro, que impone unos deadlines improrrogables, unos plazos de envío de obligado cumplimiento, no concede además el privilegio que tiene el poeta de demorar su entrega.
Así que hay días y días. Y nadie mejor que el buen lector para saber discernir cuando por azar ha habido alguna tarde orgásmica.
Retratos
La millonaria y agitadora cultural Gertrude Stein, que era de cuerpo recio y cara ancha, no se reconoció en el retrato precubista que le pintó Picasso, donde aparecía con ojos desiguales y rasgos afilados. El malagueño la tranquilizó. “Ya verás cómo con el tiempo te acabarás pareciendo”. Hace poco, en un estudio de fotografía al que fui a imprimir unas instantáneas tomadas con el móvil, presencié una escena similar. Una mujer rubia todavía joven se quedó horrorizada al ver la foto de carné que le presentaba la fotógrafa profesional. “¡Qué horror!, exclamó. Le faltó decir: “Esa no soy yo”. La fotógrafa frunció las cejas y esbozó una mueca de conmiseración. “Pues eso es lo que hay”, leí en su pensamiento.
“Cambia ya la foto que acompaña tus artículos en La Opinión, me dijo el otro día un amigo lector. ¡Estás fatal!” No creía yo que fuera para tanto. Pero así de caprichosas son las leyes de la estética. Tal vez por eso, y para preservar su anonimato, Cartier Bresson, figura mítica en la fotografía del siglo XX, se mostraba tan remiso a que lo retrataran.
Salvo excepciones, con los retratos ocurre lo mismo que con la edad. Se acaban aceptando, dicen, con un retraso de diez años. Nada tendría de extraño, por lo tanto, que en la próxima década la mujer rubia, ya menos joven, cuando vuelva a ver la foto de carné que se llevó a regañadientes, perciba en ella una belleza que se le oculta ahora. ¿A quién no le ha pasado?