¿Liberalismo sin ética?, no gracias, por José Antonio Vergara Parra

¿Liberalismo sin ética? No, gracias

Los que, ufanos, pavonean su liberalismo a ultranza, puro, sin matices, me dan grima. Casi tanta como la que me provocan los fundamentalistas del otro margen del río; los bolcheviques, para entendernos. Según dicen, a Locke le debemos el liberalismo político y a Smith el económico. El primero fue algo titubeante, negando la Ley Natural para admitirla después aunque, para ser sincero, bien está lo que bien acaba. Smith, más decidido, escribió la descomunal obra La Riqueza de las Naciones de la que los liberales más ortodoxos aplican e ignoran lo que conviene.

No me detendré en el análisis de la concepción materialista de la Historia ni en la dialéctica de la lucha de clases pues, aunque el prospecto parecía alentador y, dadas las circunstancias, hasta comprensible, pronto supimos de sus efectos secundarios: tiranía, muerte y miseria; igualitarias, eso sí. Excepto las élites revolucionarias que, por descontado, vivieron a cuerpo de zar aunque con una estética distinta a la de los Romanov.  

Vayamos con el liberalismo, que de esto va hoy la cosa. Para centrar el tiro, podríamos decir que el liberal de pedigrí es aquel a quien la vida la sonríe por su trabajo y valía personales. Bueno, o porque lo heredó de papá que en su derecho está. Y que cada palo aguante su vela. A mayor altitud mayor endiosamiento. De Smith leyeron lo justo. Se quedaron con lo de la mano invisible y con el interés individual como las piedras filosofales de la economía.  La codicia y la explotación responsable de recursos limitados, que Smith señaló como límites para el mercado, lo dejaron para otro día.

Lo cierto es que la democracia ateniense y la aportación intelectual de Adam Smith son, respectivamente, las mejores formas halladas para organizarse política y económicamente. O las menos malas, si así lo prefieren. Los libros lo aguantan todo pero después viene el primate egoísta y codicioso para dar al traste con todo. Les cuento. Smith habló del precio natural de las cosas que, pasado por el tamiz de la competencia, termina siendo un precio de mercado. Bien. Después está lo de la libre empresa, la libre competencia y el libre comercio; la Ley de la oferta y la demanda y las bondades que para el conjunto, y aun sin pretenderlo, procura el interés individual.

Las libertades de empresa, competencia y comercio naufragan si las reglas del juego no son idénticas para los interesados. El mundo ha acortado sus distancias, no sólo las longitudinales; también las comerciales y financieras. En un mercado tan colosal y dispar no es posible concebir el ejercicio de la libertad en sana lid. ¿Renunciamos a los derechos laborales conseguidos a lo largo de siglos para equipararnos a las maratonianas jornadas y paupérrimas retribuciones de otras zonas del globo? ¿O tal vez la solución consista en la deslocalización de nuestras empresas? Y, en tal caso, ¿qué hacemos con nuestra mano de obra?

El agua, la energía o los combustibles fósiles, por ejemplo, en tanto bienes principalísimos para la civilización y la propia vida, están en manos de oligarquías políticas y económicas que, de facto, se pasan por el arco del triunfo las bondadosas inercias auspiciadas por Adam Smith.

Verbigracia ¿Por qué el Estado, titular exclusivo del agua, en tanto bien esencial para la vida y la economía, apostata de su responsabilidad y se inhibe a favor de empresas privada para la gestión de ésta? ¿Por qué la sanidad y la educación públicas, columnas vertebrales de toda sociedad decente, están siendo paulatina y subrepticiamente colonizadas por el mero negocio privado?  Ya sabemos que los liberales pata negra reducirían al Estado a la mínima expresión pues, desde las alturas, creen no necesitarlo. Pero cuando pintan bastos acuden en su auxilio esquilmando los sudores colectivos. ¿Por qué la hucha del pueblo español tuvo que acudir en auxilio de bancos y cajas? ¿Saben de algún banco que haya repartido beneficios entre todos los españoles? ¿Verdad que no? Pues sé de muchos que han socializado sus pérdidas para salvar sus balances.  Y así con todo.

Sí. Usted, señor liberal. Míreme a los ojos y haga una reflexión conmigo. Imagine, por un momento, que su mundo de poderío y suficiencia se derrumban. Esas cosas ocurren. Imagine que su hijo enferma y que, para su posible sanación, precisa de terapias y medicamentos que por su altísimo coste usted no podría asumir pero que, gracias al esfuerzo y solidaridad colectivos, la sanidad pública acudiría en auxilio de su querido hijo. ¿Lo entiende ahora?

El Estado no deja de ser una entelequia conceptual carente de alma. Pero los seres humanos sí la tenemos aunque no siempre la usemos. Y yo quiero una España con alma, donde el esfuerzo y solidaridad colectivas a todos alcance. En mi bandera e himno no caben reyes ni reyezuelos, prebostes ni hidalguías. Tampoco tramposos, corruptos, egoístas o cínicos. Sobran impostores y apátridas confesos de pitiminí. Sobran progresistas de pacotilla que, mayor gloria de los liberales, llevan décadas depauperando la sanidad y educación públicas que dicen defender. Los liberales han encontrado su mejor aliado en un Estado débil, jactancioso e inconsciente que, con las políticas lesivas e ineficaces de los últimos cuarenta años, han dado alas a la mano bienvisible.

La educación y sanidad públicas exigen profundísimas reformas y mucha, muchísima pedagogía. La educación es un regalo valiosísimo al alcance de quienes, con esfuerzo, estén dispuestos a aprovecharlo. El mérito, el trabajo y los contenidos bajo ningún concepto deben ser ignorados o empobrecidos por mor de erróneos prejuicios y postulados. La sanidad, por su parte, es de gestión complejísima pues engulle los recursos con inusitada voracidad. Es inaplazable que el Estado asuma las riendas de la sanidad pública reorganizando todos los servicios de punta a cabo. Desde el más pequeño y recóndito consultorio al más elefantiásico de los hospitales. Hay centros saturados y otros que deberían cerrar sus puertas mañana mismo, cuyas aperturas se debieron a razones políticas y no técnicas. El descomunal gasto farmacéutico debe minorarse de inmediato aunque no convenga a las empresas farmacéuticas. La prescripción médica debe guardar absoluta concordancia con la dispensación farmacéutica. Punto. Alguien debería tomarse la molestia de cuantificar el valor económico de las medicinas depositadas en los puntos sigre o en las boticas particulares de los españoles en las que se apilan, entre otras caducidades, optalidones y okales del pleistoceno superior.

Nosotros, los usuarios, tenemos nuestra responsabilidad pues debemos hacer un uso adecuado, razonable y respetuoso de la sanidad y educación públicas. No son gratis, queridos. Son servicios esenciales y carísimos que se nutren de los impuestos de todos. Y un privilegio del que no todas las sociedades pueden presumir.

Por creer en la libertad, en el individuo, en el valor supremo de la vida y dignidad humanas, en la solidaridad y en Jesús de Nazaret, no puedo ser liberal. No, gracias. Sólo quiero una sociedad más justa, humana y posible para todos. Pónganle el nombre que quieran.