Levedad, por José Antonio Vergara Parra

Levedad

De un tiempo a esta parte, el tiempo galopa deprisa. No así de niño cuando la vida asomaba infinita y correteaba tan quieta. Dicen que los años conceden sabiduría. Tal vez no pero sé cosas que antes de ayer desconocía. Creo ser mejor aunque ignoro si más sabio. Tengo más paz y una mirada inmensamente más amplia y despejada. Reconozco mejor al anticristo que no descansa ni desfallece jamás. Aprovecha cada resquicio de nuestra fragilidad para despeñar sueños y esperanzas.

Pretéritos arcanos que hoy dibujan mi sonrisa. Vigentes vigilias que no ha mucho ni pude sospechar. Las cosas están claras, como el agua bendita, y sólo importan dos, quizás tres azares acechados: el amor y salud de mi familia y una conciencia tranquila.

Miro atrás y veo a aquel joven risueño y algo o muy perdido, tras aspas cervantinas y sueños amañados. Cautivo de afanes prestados y culpas bastardas. Lastres fatigosos que, por desclavarlos, acabaron magullando mi salud.

Nada lamento pues es tanto lo aprendido y de tal envergadura la moraleja que mereció la pena. Estudié hasta el final y algo he leído pero nada me ha ilustrado más que la vida y sus llagas. No hay luz sin noviciado, donde las dudas y los golpes cimbrean las más férreas convicciones. La vida se me antoja como un alcacil, al que habremos de liberar de las hojas amargas y tercas de su fachada para alcanzar el corazón tierno y jugoso.

Quédense con las credenciales; no las necesito. Me basta el calor de una lumbre o la bendición de las olas. El lugar de las estrellas está en la noche clara, lejos, muy lejos de hombreras castrenses, tabernas de postín o alfombras carmesíes. En eriales y playas vive la arena y bien haría en huir del tiempo en el vidrio enjaulado. Que todo son apremios de un mundo desquiciado que respira deprisa para morir despacio.

Mi alma, felizmente, se ha vuelto daltónica pues no atisba diferencias entre iguales. No hay posibles ni licencias que igualen, siquiera, la llaneza de áureas apaciguadas. De veras creo que todos estamos llamados a algo bueno, si así lo queremos y, llegado el vértigo, alguien nos brinda su mano amiga.

Maldigo, hasta desgañitarme, a este mundo de la guerra y del hambre, de grotescos excesos y carestías que borbotean la sangre. Lisonjas banales, triunfos fugaces de cimas urdidas en los arrabales del infierno. Ni huellas en el barro ni ofrendas en la piedra; mejor retoñar en memorias y timones de gentes y navíos.  Quizá renacer sea eso; hojas cobrizas que después cayeron, para brotar de nuevo, vigorosas y lozanas, en sombras del estío.

A veces tengo miedo. Miedo a mis fantasmas y al propio miedo; matarife silencioso y eficaz como pocos. Miedo a ver extraños en los otros, a buscarle y no hallarle. A la soledad y al silencio.  A traicionar la Palabra con molicies y abandonos o a desaforar las fuerzas de quien es pequeño. Miedo a burlar la injusticia o a caminar sin camino. A mirar sin ver o a respirar sin vivir.

La vida es un libro de desenlace cierto pero de trama yerma. Venturas y desdichas que esculpen como el cincel la piedra. Sí; levedad, mas vida al fin y al cabo para ser imaginada. Para pisotear el miedo mientras se alcanza la luna, que el faro me llama y la mar platea. He ahí mi barca. Quisiera remar hasta que las fuerzas se ausenten y que las estelas surquen el mar antiguo, al que cantó Serrat, del que no quiero ser orilla pero sí cautivo.

 

 

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