Legitimación pasiva, según Pep Marín

Legitimación pasiva

Observaba por los ventanales de una tienda de electrodomésticos aquel gol de Zarra en un televisor enorme y finísimo. Tecnología punta. No sé si más fino que un folio. Lo veía en bucle, en mi imaginación, porque seguramente me quedé pensando si merecía la pena aquella inversión. Entonces, de forma espontánea y sin previo aviso, un boquete se abrió en el cristal.

Si no tuviera los pies bien arraigados a la tierra, ¿cómo habría reaccionado? ¿Quién? Un círculo perfecto, de metro y medio de diámetro, limpio, sin impurezas. Mi imaginación habría volado.

La chica de la tienda me miró asustada y acusadora, como si pensara: «Has sido tú, te crees que no te he visto». Me consideraba culpable solo por estar ahí, pegado al agujero en el cristal. Súbitamente apareció la policía, como si de antemano hubieran estado deambulando cerca de la tienda, observándome. Me hicieron preguntas. Me pidieron que sacara de la cartera un objeto plastificado que, según dicen, contiene mi identidad. ¡Por Salomón! ¿Va a ser esa mi identidad?  Ni yo mismo me identifico, ¿me va a identificar un carnet con una foto de no se sabe quién? No por mucho madrugar, que ciento volando.

Le dijeron a la chica-una joven que no había visto nada sobre la ejecución del «golpe» que dio paso al boquete-que me denunciara en comisaría. Y así lo hizo. Yo, que pensaba que no tenía rasgos de mala malísima, descubrí que sí. Creó una historia sobre mí y sobre mis actos que solo podía provenir de una persona cruel.

De repente, me vi envuelto en un proceso judicial. Yo, que había pasado la vida huyendo de la nada, huyendo de lo que mi mente anticipaba, huyendo de lo que nunca sería percibido como una amenaza real. Yo, que hacía la señal de la cruz con los dedos al pasar frente a un palacio de justicia, por si tenía que declarar delante de todos. Yo, que aspiraba profundamente tres veces para disipar los nervios cada vez que oía las palabras «audiencia provincial». Yo, que estaba viendo el gol de Zarra y debatiéndome entre comprar o no aquel televisor más fino que un folio.

Unos meses después, no hay indicios ni pruebas que demuestren que fui el medio por el cual aquel cristal se rompió de algún modo plausible. Nada que me relacione con el brazo ejecutor de la acción que provocó el boquete.

El solo hecho de estar atrapado en la tesitura judicial me produjo un estreñimiento prolongado, una náusea como la de una araña que se ha quedado sin tela en un mundo de moscas. Invoqué a Espartaco.

Absuelto.

Exactamente 28 días después, una pirueta procesal me coloca a un pie de un juicio oral. Todo ha ocurrido tan rápido que no he percibido nada, como si me hablaran desde la orilla de la playa y yo estuviera en la zona abisal del océano recolectando luciérnagas. Han recurrido. Y quien recibe el recurso dice ahora que él no está para ahondar en si sí o si no. Que yo estaba allí, por tanto, estaba allí, por ende, allí estaba, la zarzamora, Juanito Valderrama, se admite el recurso.

-Arre, burra. ¿Esto qué es?, me dije en aquel momento, invocando a Atila: legitimación pasiva.

Estaba allí. Estaba allí. Estaba allí. Casi me pierdo en la liana de mi propio sentido del ridículo, de mi propio murmullo interior. Casi me malgasto todo en mí, sobre mí, sin dormir.

Meses más tarde, vuelvo a quedar absuelto. O quizás simplemente archivado, empaquetado y olvidado, como quien escupe sus uñas a un pozo negro. Me salvan unas imágenes. Un estruendo brutal de un tractor que arreglaba una tubería rota en la calle. Se fija, se plasma, se certifica: fue la onda expansiva.

Yo solo pude decir que nunca saqué las manos de los bolsillos mientras miraba a través del ventanal. Que hacía tiempo había perdido los poderes otorgados por el dios de las piedras en los ojos, mediante los cuales podía-ya no-cazar un águila en pleno vuelo.

Todavía, tras el archivo del caso, buceé en mi neurosis, preguntándome si había prescrito un hecho que nunca ocurrió. Tanta justicia se me hizo bola, tanta bola que tuvieron que pasar meses para relajar mi estado de alerta.

Hoy, en el desayuno, veo que no solo soy yo a quien han metido entre pecho y espalda una espada donde se lee: legitimación pasiva. Me pongo en la piel de Mónica Oltra.

El auto montado a caballo… justo ahora que las hostias escasean. Me recorre un escalofrío.