Las basurillas
Por alguna razón, que no logro entender, desde muy pequeño, y sin seguir los pasos de nadie, eso creo, a no ser que haya sido en una vida anterior o por imitación de algún personaje difuso que no ha retenido de forma precisa mi memoria, siempre he sido un poco basurilla, por definir mi persona de manera parcial. Me gusta ver, tocar, mover y, a veces, coger lo que la gente deja al lado de los contenedores de basura. A muchos de esos materiales les imagino una segunda, tercera o cuarta vida. En ocasiones no imagino nada de provecho futuro, pero sí de algo ocurrido en el pasado con esos objetos; porque están tan nuevos que lo que me pregunto es por qué los han dejado ahí tirados para que mueran lentamente. No solo te encuentras materiales fecundadores de óvulos cerebrales de ideas al lado de contenedores de basura, sino en cualquier parte del mundo mundial. Lugares remotos en los que te encuentras cosas de naturaleza tan cotidiana y real, pero a la vez simbólica, que te hacen pensar si no serán una señal extraña que afecta a mi caminito. Y si no, ¿qué hace ese bidé nuevo blanco impoluto en mitad de la nada al lado de un frondoso pino canario salpicado en sus aledaños por varios sobres de cartas tan blancos que parecen tirados hace un segundo? ¿No habré sido yo? ¿No habrás sido tú? En un segundo caso de basurilla nos encontramos con la señorita Chispas, es decir, mi hija de diez años. Una persona que exhala ternura por los cuatro costados y con mucha más imaginación que yo (que he perdido mucha y no sé dónde se habrá ido) y con una facilidad cautivadora para inventar historias viendo una simple silla con respaldo roto, pero gratamente solucionable con poco esfuerzo. Esta vez la conducta y esa visión de futuro para objetos desechados le vienen por imitación, está claro, pues ya en el carricoche iba yo hablándole de posibilidades para tantos objetos que se tiran en cualquier parte. Peligroso tema, exigente materia para padres y madres, el que exista el aprendizaje por imitación. Aunque siempre está ahí desde hace varias décadas mi amigo Juan José R. M. (otro basurilla) para darme algunas coordenadas y no perderme demasiado en mi fantasía catastrofista tal que mi hija me imite en todo lo que observa y escucha de mí. Me da hasta miedo, miedo de pensar que se pudiera cortar, o que diga que me cago en el demonio colorao en mitad de un cumpleaños. La cuestión es que, además de basurillas, somos conscientes, en otro orden de suciedades sociales, de que si alguien deja una bolsa de basura justo al lado del contenedor (de basura), pero no dentro, sino fuera, (comprenden, ¿no?) es porque le pasa algo. Quizá no tiene la suficiente fuerza como para levantar e introducir la bolsa dentro del contenedor.
Una vez nos pasó una cosa muy rara que casi nadie sabe. Quisimos denunciar. Y nos pusimos a echar fotos con el móvil a un montón de cosas. Algunas echaban una peste que parecía que estábamos en un alcantarillado. Entonces, apareció por sorpresa. Era un domingo, a primera hora, cuando se nos acercó una mujer anciana que caminaba encorvada y vestía de riguroso luto. Llevaba en sus manos dos bolsas grandes repletas de desperdicios. Nos pareció como una bruja de manual pero sin sombrero, y su voz era como de recién levantada y, con un resacón incómodo de cerveza caliente en las sienes, nos dijo: “dejaos de tanto capullo de móvil y fotos y redes sociales, perros, gatos, serpientes y caracoles, porque cuando terminéis el reportaje y de hablar mal de la gente y de daros golpes en el pecho de lo cívicos que sois no recogeréis nada y esperaréis a que lo recojan los demás, aunque tengan un sueldo por ello, sin pensar en nada más que en vosotros, pijos salvajes”. Y siguió su camino sin darse la vuelta, hasta que ascendió, diría yo, a más velocidad que la del sonido y desapareció en el cielo por detrás de una nube rosa que tenía la forma de un canguro. Creía en ese momento que mi hija iba a tener una gran conmoción, un sartenazo mental que le pudiera dejar una huella tan honda que en el futuro no pudiera ni con un simple logaritmo neperiano, al que, por cierto, le debo tanto y tanto. Sin embargo, me dio un abrazo cálido y reconfortante, dando saltitos, excitadísima, diciéndome una bruja, una bruja, hasta tres veces: ¡hemos visto una bruja! ¡Ya sabía yo que existían las brujas, papá! Yo también lo sabía, hija, le dije, al tiempo que las palabras de la bruja me hicieron cuestionarme el hecho de por qué NO recoger una bolsa de pipas tirada en el suelo y depositarla yo mismo en la papelera. Cuestionarme que el gesto de recoger algo que no es nuestro del suelo solo sea un acontecimiento puntual, muy puntual, y no general, quizá motivado por el miedo de haber escuchado tantas veces que lo que hay arrojado en la superficie terrestre en forma de basura posee todas las bacterias del mundo, restos de drogas, virus inmortales, el paludismo en polvo, no sé, el ARN mensajero con el huésped de la gonorrea, la escarlatina y la sífilis, entiéndaseme. Por eso, aunque lo tengamos tan a huevo como un tiro libre en baloncesto para recoger una simple bolsa y depositarla nosotros mismos a la papelera, no lo hacemos. O puede que sea, simplemente, porque nos importa una grandiosa puta mierda una lata de atún, más que menos, por ahí tirada, una botella de agua o una caja de zapatos. Porque no estamos hablando de un preservativo, usado de forma reciente, y arrojado a un parque infantil como símbolo de dominación masculina, no estamos hablando de uranio, de levantar un cadáver, estamos hablando de coger nosotros mismos una bolsa de Chetos. “Anda, mira lo que le enseña a su hija”, escuchamos decir a lo lejos, “y luego tenemos que pagar todos la Sanidad de personas irresponsables”. Por supuesto, no hicimos caso a esas palabras, mi hija se cagó en el demonio colorao; me dijo que ese hombre era un extremista neperiano, y tras recoger cuatro cositas del suelo y depositarlas en el contendor adecuado, nos fuimos a un bar a lavarnos las manos y tomarnos un buen chocolate con churros. Algo parecido a un trocito real de libertad y felicidad.