La vida relámpago, según Pep Marín

La vida relámpago

(Dedicado a mis padres, Diego y Elisa, que el pasado sábado celebraron sus bodas de oro)

Maldita sea la hora en la que nací. Un mes de febrero, en el segundo peldaño empezando por arriba de la escalera iluminada con luces led azuladas que parece de película del espacio, a punto de zambullirse en la piscina climatizada de su casa, después de un estresante día escuchando a unos y a otros, a unas y a otras, banalidades perfumadas, palabras vacías, el faisán al pil pil algo duro, el masaje de Elvira no lo suficientemente fuerte y en el sitio donde más le alivia, la depilación más caliente de lo habitual, y entre esas, trabajar menos horas y ganar lo mismo; un jeroglífico matemático de primer orden. ¿Cómo me vas a hacer dos horas menos y te voy a pagar lo mismo? Así que Alberto se caga en la hora en que nació, por esto y por mucho más; porque se empieza trabajando media hora menos y se termina sentado/a en la misma mesa de la misma marisquería en la que está sentado el director gerente, cuando eso sólo debería ocurrir en Semana Santa.

Trabajar menos, qué bárbaro. ¿Y qué será lo siguiente? A este paso acabarán estos perroflautas expropiándome los cojones para dar de comer a los herederos de Bakunin. Lo que está bien no se toca, se dice mientras nada como una rana con una papada de empedrao con setas que más bien no parece provenir del homo sapiens.

La megaingeniería financiera creada, con más afán si cabe, por mendrugazos egoístas que pintan la cara a cualquier democracia, y mucho más desde que la guillotina pasó a ser objeto de museo, plantea muchas dudas en cuanto a cualquier tipo de “cosa”, de avance que sea beneficiosa para el trabajador y la trabajadora, aunque sea el simple hecho, indirecto, y como ahorro de agua y papel higiénico, de incorporar por ley orgánica un bidé en todos los sanitarios de todas las empresas de más de 15 trabajadores/as.

Tras el lanzamiento de la propuesta se alzarán voces que nos hablarán de cuestiones tales como merma de subidas salariales futuras, destrozo importante de la productividad, japonización laboral, decrecimiento de la inversión, hasta de la roca de la castración si me apuras. Hablarán del ejemplo de la tienda de barrio que cuenta en nómina con un solo trabajador. Menos horas de trabajo, menos productividad; menos productividad, no puedo seguir pagando tu sueldo si echas menos horas. Solución: subir precios, y si subes precios tiras los dados. Callejón sin salida.

Sin embargo, se hablará poco de eléctricas, tecnológicas, petroleras y bancos. Del aprovechamiento en mar revuelto para en un descuido robarte ocho vacas, las mismas ocho, pero distintas, que ya robó el banco, y las mismas ocho que ya robó la eléctrica. Ahora bien, lo mismo el problema en cuestión no es ese, sino que el trabajador/a vea o escuche el debate sobre la reducción de su jornada laboral y sienta que es cosa imposible, imposibol en inglés, un unicornio azul, e incluso le invada cierta emoción de miedo.

Hemos podido comprobar, en La hora de Carmen Angostos, programa de televisión, que no es fácil dar tu opinión en la calle, en vivo y en directo y a cara descubierta, sobre la reducción de la jornada laboral. Sobre todo algunos (muchos) hombres, que prefieren que se les tape la cara y pongan filtros en la voz estilo infiltrados en la noche de la anaconda, para opinar sobre el asunto, siempre y cuando la opinión sea contraria a la de la patronal, porque los hay que van a pecho descubierto alabando al jefe como si no hubiera un mañana y diciendo, orgullosos, con un temple de ajedrecista curtido en mil batallas, que hasta le limpia el coche al término de la jornada laboral y que no le importa suavizar el chicle pegado en el neumático con su propia lengua para, posteriormente, quitarlo con un giro magistral de muñeca. ¿Y cuánto tiempo hace que no acude usted al dentista? No hay de aquí, responde, sacando dos euros del bolsillo pequeño del pantalón y mostrando un dentado de mineralización débil con manchas amarillas de tanto chupar rueda.

La ecuación macroeconómica laboral deja fuera la variable “vida relámpago en jornadas partidas”, precisamente partidas porque te parten en dos el cuerpo de forma asimétrica. La vida relámpago es como un todo a la vez en todas partes. Dejar la comida preparada. Ropa. La lucha diaria con este conjunto que no me gusta, no me lo pongo, quiero el chándal negro: ¡el chándal negro que mi vida depende de ello, mamá! La garganta, me duele la garganta, no quiero ir, que venga aquí la maestra. Bajar a la prole a casa de la amiga para que los lleve al cole. No llego ni en aeroplano. Combustible al coche. Carretera y manta. Llamada del colegio. Al otro ni se le espera, teléfono desconectado, desgraciado egoísta. Igual que el teléfono de la jefa de servicio. Mamá ve tú, no llego. Mamá, andador tras caída, marido cada vez más gruñón y exigente. Jornada laboral de ocho horas con la culpa a cuestas. El obispo y la biblia, el vía crucis y el mismísimo río Jordán. Coche de vuelta. Frigorífico vacío. El pequeño se ha peleado en el recreo con un grandullón que quería pegarle a su hermano mayor. El mayor se pone muy nervioso, o es todo o nada, angustia me da. Compra en el súper con lapsus mentales, qué venga Freud inmediatamente que se lo voy a explicar bien explicado, lo mismo sale el falo volando. La pomada de papá. Los otros, los hermanos, varones, qué casualidad, tampoco existen, mala zona la ingle. Parece la mujer maletero con todas las bolsas de la compra a cuestas dirección a casa de la amiga, a recoger al mayor y con el niño pequeño diciendo que si por él fuera se saldría del colegio para trabajar y ayudar en casa. Cuando la paran y le preguntan por su opinión acerca de la reducción de la jornada laboral, rompe a llorar muy hondo, un llanto de subsuelo, de túnel oscuro y frío, de soledad, una ecuación sistémica psicológica de intercambio lingüístico ancestral en braille, y estamos a martes.