¡Qué a gusto viven los profesores!
Son muchas las dichosas ocasiones en las que hemos escuchado el siguiente enunciado exclamativo: “¡Qué a gusto viven los profesores!” Tal modalidad exclamativa se la atribuyen a tal oración aquellas personas ignorantes, recelosas, y quizá, me atrevería a decir, frustradas.
No me gusta catalogar a ninguna persona, pero me veo en la obligación de hacerlo porque yo jamás he puesto en duda, ni he juzgado el trabajo de cualquier persona. Es más, siempre lo he alabado por el simple hecho de que me considero una persona realista que sabe que jamás podría desempeñar determinados oficios y/o profesiones. Pero no escribo para dar lecciones de moral. Escribo para subrayar con amarillo fosforito la grandiosa labor de aquellos docentes capaces de diseñar a personas humanas e inteligentes, porque créanme, ocurre. Yo lo he visto con mis propios ojos en los distintos institutos en los que he trabajado: compañeros que han conseguido agua en un desierto infinito.
Desde hace varios años, no sé por qué cojones (bueno, sí lo sé, pero es una teoría que todavía tengo que corroborar), la figura de los padres ha dado un giro de ciento ochenta grados. En mi opinión, para mal, si es tenido en cuenta el resultado: falta de educación, falta de valores y falta de empatía.
En ese super afán de proteger, así como si nuestros padres nos hubieran dejado abandonados de la mano de Dios, los padres modernos cometen, en parte, un error. Gracias a esa filosofía de vida tan innovadora, supuestamente, muy en auge en los psicólogos del siglo XXI, basada en el diálogo, en el pacto, en el consentimiento, carente de castigos, porque la palabra castigo supone un trauma que atormenta de por vida al niño (¡qué gilipollez!), se está yendo a la mierda la educación de la que puede presumir nuestra generación, esa en la que obedecíamos sí o sí, en la que la última palabra la tenían nuestros padres y gracias a la cual, a día de hoy, algunas son personas decentemente correctas.
Dicen que algunas de esas personas se dedican a educar en las aulas, y se me ocurre poner “dicen” ya que, de manera asquerosa, estas son cuestionados día sí día también por esa masa formada por patéticos, para mí, superhipermegafabulosos padres, para la sociedad, que se piensan que los profesores van al aula a tocarse las pelotas. En efecto, el profesor entra al aula y les dice a sus pupilos: haced lo que os dé la gana, hijos míos, que hoy tengo que leer el periódico. Y mientras, en el aula se forma la Tercera Guerra Mundial, un ambiente bélico en la que la única y exclusiva misión de los profesores es ir a “calentar una silla” por cobrar un sueldazo (sí, el de Nescafé) y por tener más vacaciones que nadie (sí, los trescientos sesenta y cinco días del año).
Y es que hay demasiado tiempo libre en esta sociedad que cada día destaca más por su incultura e ineptitud, por ser envidiosa y por no saber valorar la labor de cada persona que se levanta todos los días para ir a trabajar. Esa que, en vez de estar pendiente de sus vidas y funciones, está continuamente dando por saco y entorpeciendo la labor de aquellas que verdaderamente luchan por un sistema mejor.
Están muy equivocados si creen que los profesores pertenecen al sector más vago de la sociedad. Estoy hasta las narices de que infravaloren una labor tan maravillosa y costosa como es la docencia. Los que trabajan en la escuela pública pasan por un proceso de oposición en los que peligran aspectos tales como la salud, la familia, la ilusión, la esperanza, entre otros. Pero no solo una vez en la vida, sino muchas. Tienen un sistema de acceso tan sumamente injusto, indeciso y bastante dudoso, que muchos de los que han pasado por ahí han llegado hasta perder las emociones. Pero tranquilos, son profesores y para eso les pagan.
Cuando se llega a ingresar en el cuerpo de maestros y/o profesores, no es precisamente un embarque en un crucero de lujo para estar tomando el sol las veinticuatro horas del día. No. Es luchar minuto a minuto con unas generaciones que no es que brillen precisamente por su educación, porque claro, en casa están más acostumbrados a escuchar “qué a gusto viven los maestros”, en lugar de “ponte a estudiar, nenico”. Es enfrentarse a un sinfín de trámites burocráticos, a ver para qué coño hay que rellenar mil papeles al día, si lo esencial es tener tiempo para formarse continuamente y así poder educar y moldear a personas competitivas. Pero sepan que, además de rellenar mil papeles al día, también logran tiempo para que sus hijos reciban la mejor enseñanza, una educación de calidad. Y sí, la buscan ya que la Administración les pone tantas trabas, que los profesores se rompen los sesos por encontrarla con los pocos recursos de los que disponen.
¿Saben lo que ocurre gracias a las recortes? Porque no sé si estarán al tanto de que hubo recortes en su día y de que todavía no han sido hilvanados para alcanzar, al menos, parte de la calidad que nuestra educación se merece. Con los recortes: hay clases masificadas, faltan aulas de acogida, faltan apoyos y muchos recursos más.
Luego está la famosa Lomce. ¿Les suena? Quizá a muchos no. Supongo que tienen el prehistórico pensamiento de que los profesores ponen las notas que les sale de las narices. Les refresco la memoria: la Lomce, esa ley de educación que aprobó el ministro Wert, por la que nos movilizamos muchas personas, pero ante la que faltó apoyo manifestante ya que fueron muchos los padres que mandaban a su hijos a las aulas, en lugar de hacer huelga, al tratarse una ley que proponía el partido que gobernaba por aquella época.
¡Qué miedo hubo entonces al cambio! Y ahora lo que estamos es “de mierda hasta el culo”. Que quede claro que cuando el sistema me deja trabajar, no uso este vocabulario de rabia contra lo que piensan muchos sobre los profesores. No, yo les hablo a mis queridos alumnos, después de todo, ellos no tienen culpa de nada, con vocablos que incitan al respeto, al altruismo, a la tolerancia y a la igualdad, aunque los altos cargos piensen que adoctrinamos (lo que nos faltaba, buscar tiempo también para ver cómo adoctrinar a los chiquillos).
Pues sepan ustedes que, por haberse dejado llevar por la estupidez de las absurdas ideologías (esas que han ido cargándose poco a poco muchos pilares de nuestra sociedad, esas que sí nos adoctrinan y nadie les llama la atención) sus hijos son evaluados por estándares, que ahora no solo basta con aprobar pruebas escritas, que ahora con pruebas escritas suspensas se puede aprobar, que apenas se puede valorar su potencial porque hay que tener en cuenta ponerle nota a mil ítems (estándares).
Y, sí, ante este caos educativo (ignorado por los infructuosos que se dedican a abofetear ridículamente a los profesores), los docentes tienen que aguantar el vapuleo de unos padres que creen saberlo todo, pero que a fin de cuentas son meros defensores sin conocimiento, y en muchos casos, sin razón alguna, de sus hijos, a los que consideran angelicos, pero que en muchas ocasiones vacilan, humillan e insultan a esos que, al parecer, viven tan a gusto.