La sirenita, un relato de Irene Martínez

La Sirenita

Su cantar envolvía cada rincón como si de una manta se tratase. Reconfortante y protectora. Llena de promesas, sueños y deseos. Su canción te transportaba a lugares lejanos. Lugares a los que siempre quisiste regresar o ser parte de ellos. A ella le recordaba el mar. El infinito tras sus aguas. Lo bello, tenebroso y excitante de sus profundidades. El propio sonido de la vida transportado por las olas.

Ella siempre ha querido ser parte de esa espuma que saluda a su visitante, de ese son que te invita a entrar, de esos colores intensos y a la vez claros…

Quería conocer todos sus secretos, sus historias y descubrir sus escondites y ocultarse tras ellos. Deseaba formar parte de aquel lugar donde los sueños rompen contra las rocas y luchan por seguir existiendo contra viento y marea.

Cuando era niña se pasaba horas y horas observando los peces con sus gafas de buceo, poniéndoles nombre, haciéndoles viejos amigos suyos. Imaginando que se iban pero que volverían a encontrarla, porque para ellos también era un ser importante.

Sus padres también amaban el mar y creció con el apodo de ‘Sirenita’, viendo como el sol rozaba el agua tal y como ella anhelaba hacerlo. Viendo como la luna era aceptada en sus aguas haciendo que su reflejo se adentrara en ellas.

Al morir sus padres olvidó la magia del color turquesa y abandonó aquello que la convertía en ella misma. Desterró todos los recuerdos, todas las canciones y se encerró entre otras paredes. En una casa totalmente desconocida, escapando de ese humilde paraíso cerca de la playa a la cual les gustaba llamar ‘la Atlántida no hundida’. Su vida se volvió triste y oscura. Perdió esa voz dulce que le cantaba y narraba vidas más allá de dónde el hombre ha ido jamás. Ella no era capaz de seguir nadando. Se rompió en tantos pedazos que le fue imposible respirar. Boqueaba igual que un pez fuera de lugar. Sin ser capaz de ser fuerte, sin ser capaz de luchar contra la marea, sin ser capaz de vivir.

Esa voz que de niña entonaba, le susurraba emitiendo promesas irresistibles, peligrosas e inevitables. Prometiendo devolverle esa voz cobrada hace tiempo, algo a lo que amar y aferrarse. Un futuro.

El agua salada arroyó sus mejillas obligándola a mirar allá donde los sueños seguían peleando contra las tormentas. Caminó cegada por tanta belleza hasta que ya no tenía nada a lo que aferrarse y comenzó a hundirse y a recuperar su libertad.

Por fin se había convertido en espuma.

 

 

Escribir un comentario