La revolución de las anémonas, por José Antonio Vergara Parra

La revolución de las anémonas

Estéril esfuerzo el mío por ignorar la realidad política pues te persigue allá donde vayas. Busco refugio en la ficción literaria por ser un lugar yermo donde, a pesar de algunas servidumbres personales, gobierna mi santísima voluntad. Donde todo está por ser barruntado sobre el blanco de una hoja virgen. Pero es inútil. No hay donde refugiarse para estar a salvo de tanta iniquidad y podredumbre ética.

Andaba yo ideando el final de mi libro cuando, precisando un receso, decidí echarle un vistazo a mi cuenta corriente que, en efecto, es enteramente corriente y moliente; también doliente. Y la realidad, reseñada en tinta carmesí, tomó forma de recibos domésticos y exacciones tributarias. Poco o nada importa que broten de haciendas locales, autonómicas o estatales. La codicia privada y la bulimia fiscal son las pruebas fehacientes de una letal cohabitación: el mal y la inacción recompensada.

Hace años, no demasiados, los recibos de agua, luz o contribución urbana eran perfectamente asumibles para las economías medias o, dicho de otro modo, no suponían quebranto alguno para el común de los mortales. Otro tanto ocurría con los impuestos, mesurados en sus liquidaciones y en el muestrario de figuras impositivas. A partir de los años sesenta, de cuyo frenesí yeyé surgió un servidor, floreció una pujante clase media que se movía en seiscientos,  veraneaba en Benidorm y guardaba sus excedentes de tesorería entre el colchón y el somier de muelles.   El trabajo cundía y el Estado permitía que los dineros anduvieran en los bolsillos de quienes, con sudor, lo ganaban. No obstante, todo tiempo pasado no fue necesariamente mejor pues, en efecto, otras cosas funcionaban mal o muy mal.

Y en esto que llegó la democracia y, con ella, la transparencia de la corrupción (otrora opaca) y, de paso, una sanguinaria presión fiscal. Se han construido hospitales, escuelas y autovías. Bien. Pero igualmente se han despilfarrado miles de millones de euros en aeropuertos sin aviones, autopistas sin coches y demás obras ad hoc para  enriquecimiento de viles comisionistas sin escrúpulos. Y no digamos nada del mastodóntico, ineficiente e insostenible entramado jurídico-administrativo ibérico y transpirenaico que, lejos de mejorar nuestras vidas, sólo es un forúnculo cular de pronóstico reservado.

Mañana mismo podrían desaparecer observatorios, empresas públicas, parlamentos autonómicos y europeos, la cámara alta, asesores, directores generales, consejeros y demás engendros innecesarios y, ¿saben qué pasaría? Nada, absolutamente nada; bueno sí. Que habría más dinero para lo necesario, los menos regresarían a sus anteriores ocupaciones y los más habrían de conjugar un verbo para ellos ignoto: trabajar. Imaginen que para una obra de cuatro pisos, bajo comercial y  ático hubiere tres arquitectos, otros tantos aparejadores, un responsable de calidad y diez mirones que, cuan moscas cojoneras y pagados por el Observatorio de Fisgones sin Fronteras, anduvieren todo el santo día incordiando a Paco, el oficial, y a Pepe, el bracero que, como habrán adivinado, serían los únicos que en verdad currarían en la obra. Pues eso.

Tranquilidad en Las Gaunas, que no todo está perdido. El Ministro Garzón, comunista de palabra, obra y omisión, por su culpa, por su culpa y por su única culpa, libra sus particulares cruzadas. Tras demonizar el azúcar y el chuletón, convocó a los juguetes a la huelga. Se conoce que los muñecos de Garzón son comunistas como él y no se fían de la libertad de los niños. Nada nuevo bajo el sol pues comunismo y libertad no dejan de ser dos antónimos pluscuamperfectos. De niño jugué mucho; cuanto pude. Con una escopeta de flechas abatí elefantes y jirafas de plástico. Con revólveres de pistones protagonicé antológicos tiroteos  y ajusté las cuentas con más de uno.  Fabriqué artesanales tiratacos. En la Feria de mi pueblo derribé botellitas de güisqui con proyectiles de corcho. Hice derrapar mis coches del Scalextric. Y más fechorías que, para esquivar mazmorras, prefiero callar. Pero sepan vuesas mercedes que, pese a aquellos desenfrenos hetero-patriarcales y supercalifragilisticoespialidosos, no me convertí en Rambo, ni en cazador furtivo, ni en conductor temerario, ni en alcohólico. Lo juro por Snoopy. Juro, igualmente, que jamás me gustó la Señorita Pepis ni la Nancy ni las muñequitas de Famosa que iban para El Portal de Belén aunque, al paso que llevaban, igual no han llegado todavía.

Cándido de mí pues creía que mis predilecciones fueron libres e inocentes pero, gracias a la campaña navideña de Garzón, vi la luz. Andaba imbuido de una cultura opresiva y machista que tenía secuestrada mi voluntad y anulado mi juicio. Al menos fue una culpa menor, sin dolo alguno, pues ignoraba la contaminación machista de mis decisiones. ¡Pardiez!, ahora que caigo, Gaspar, Melchor y Baltasar eran ¡hombres! y ¡reyes! De haber sido ¡mujeres! y ¡republicanas!, tal vez, sólo tal vez, nuestras predilecciones no habrían lastimado a los juguetes que, como las hemorroides, padecen su martirio en silencio. Niños, niñas y niñes de Enestepaís. De cara a la próxima Navidad, remitid vuestras cartas a las Diosas Republicanas Ada Colau, Irene Montero e Ione Belarra. Elegid paritariamente vuestros juguetes; que la discriminación positiva ilumine vuestras deliberaciones y que nunca máis los juguetos, juguetas y juguetes vuelvan a ser segregados.

Pero aquí no se libra nadie pues, mientras los siniestros de salón no hacen absolutamente nada por mejorar las vidas del pueblo tantas veces invocado y otras tantas olvidado, la derecha, cuando la dejan, hace exactamente lo mismo: nada. Bueno sí. Filtrar los trapitos sucios de su Ministro de Industria que, en un ataque de dignidad, echó mano al bolsillo de las eléctricas por manipular el precio en algunas subastas de energía. El célebre impuesto al sol, de autoría pepera, representó la metáfora perfecta de la desvergüenza que gobierna nuestras vidas. Imaginen que llenan sus aljibes con agua de lluvia y que, mes sí y otro también, la lugareña empresa de aguas le gira un recibo (con su iva y canon de depuración correspondientes) por el consumo de agua del cielo. Pues eso mismo era el impuesto al sol.

Como indecentes son algunas figuras tributarias regladas en la Ley de Sucesiones, Donaciones y Actos Jurídicos documentados. Mientras respiras, pagas según ganas. Correcto. Y cada cual, en atención a sus posibles y gustos, gasta su pasta como plazca. Correcto también. Hay quienes toman el güisqui entre lucecitas de colores  y mujeres de vida distraída. Ellos sabrán. Pero también hay quienes ahorran, compran una segunda residencia o un terrenito con almendros y oliveras. Es posible que pierdan todo o parte de sus ahorros por inversiones maliciosamente aconsejadas; es posible que su segunda o primera residencias sean okupadas por tímidos laborales o es posible, también, que el precio de la oliva o la almendra sea manipulado por intermediarios del sudor ajeno. Si los dioses son benévolos y esquiva aquellas eventualidades, no podrá zafarse del hachazo fiscal una vez sea fiambre. Aquello que uno compró con su trabajo, aquello que fue costeado con los ingresos por los que ya tuvo que tributar, volverá a ser la presa sobre la que planearán los buitres leonados. Unos para saciar su voraz apetito, otros para dar fe semejante voracidad y los últimos para anotar esa fe en libros de hojas apaisadas.

Nuestros vecinos, tal vez por su pureza y mansedumbre, blandieron claveles contra la dictadura militar y les fue bien. Me temo que en España, por nuestra sensación de abandono, habremos de empuñar anémonas. A Dios gracias, no será contra una dictadura militar pero sí contra una pléyade de cursis e indolentes incapaces de sostener la mirada de su Pueblo.

 

 

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