La Puerta del Sol
Queridos lectores,
ya arrecia el frío con su gran cola de plata, mientras los ciezanos, ateridos, han de endurecer la piel para afrontar sus inclemencias. Es fácil ver desde lo alto de mi cumbre cómo se posa sobre este pueblo el frío cada invierno. Es cierto que los inviernos son cada vez más suaves, lo noto en mi piel rocosa, pero, a pesar de eso, contemplo desde aquí, año tras año, la inquietud y preocupación de los huertanos por el futuro de sus cosechas, las que les proporcionan el sustento, las que garantizan el pan para el año que se hace muy largo. Cada madrugada de invierno es una amenaza y una interrogante que solo se despeja al amanecer. Y es entonces cuando llega el respiro o el lamento del sufrido agricultor.
Recuerdo con claridad que a principios del siglo XX Manuel Aniorte Pintor cada mañana de invierno solía salir de su bazar fundado en 1897 a buscar el primer rayo de sol que venía a dar a su puerta. Era el momento que más se enorgullecía de haber apostado por aquel número 2 de la calle Mesones, que hacía chaflán con la calle Cadenas. Allí se había asentado para crear una familia con su querida esposa, la Jacoba, y montar un comercio de compra y venta al que decidió llamar “La Puerta del Sol”.
El bullicio de su establecimiento, ubicado en la planta baja, era común, la gente entraba y salía constantemente a lo largo de todo el día buscado para la labranza una hoz, un par de albarcas, un garbillo, una horca de cuatro o cinco dientes, o una aguja para la costura, o hilo de bramante para coser sacos de esparto, o carburo para los candiles, o unos gramos del café que salía del molinillo, o azulete envuelto en papel de estraza, o polvos para blanquear la ropa, etc. Todo tenía cabida allí. En los días de mercado, a los más jóvenes del barrio les gustaba amontonarse frente al escaparate para poder ver cómo su vecino Manuel mostraba sus amplios conocimientos sobre municiones, escopetas o explosivos cuando acudían a verle hombres venidos a pie, en carro o en mula desde Abarán, Blanca, Ricote, Mula, o Calasparra, … tras seguir el camino del cauce del río. Muchos de ellos venían cargados con especies de su cosecha con las que realizaban un trueque con el Aniorte para poder cubrir así sus necesidades armamentísticas.
La vivienda familiar se encontraba en la planta de arriba y allí era donde se criaban sus cuatro hijos: Manolo, Jacoba, Isabel y Leonor. Era común verlos corretear escaleras arriba o abajo buscando siempre momentos para el juego. En algunas ocasiones, incluso solían divertirse escondiéndose por el patio, donde su padre tenía una fábrica de jabón, que consistía en dos calderas enormes que eran calentadas con leña y unos moldes donde se vertía el jabón una vez hecho, que se secaban al aire durante varios días y después se desmoldaban con unas cuchillas.
Manuel era un hombre sencillo y trabajador, que no mostró nunca tener grandes aspiraciones. Sin embargo, sin darse cuenta fue creando poco a poco un negocio que supuso el abastecimiento de toda la comarca y un lugar de encuentro. Pero, por desgracia, estalló la Guerra Civil y la felicidad y su negocio se vieron perjudicados, llegando a vivir momentos tan duros como la confiscación de todo el armamento del que disponía y de todo el dinero en papel que había ahorrado. Por suerte, después de aquello la familia Aniorte logró seguir adelante con las escasas mercancías que había salvado y con las monedas del “tío sentao” (monedas de duro de plata) que su hija Isabel, ante el ambiente tenso que se respiraba antes de la guerra, había ido escondiendo clandestinamente. Aun así, se vio obligado a buscar fortuna fuera de España y viajó hasta Buenos Aires, de donde vino aún más pobre que se marchó. El bueno de Manuel, no fue un hombre con suerte en los negocios, a pesar de ser bastante emprendedor, pues llegó a ser de los pocos que igual vendían una escopeta que una guitarra, y de los primeros empresarios ciezanos que dispensaba agua embotellada de calidad venida de Cantalar o que se paseaba con su motocicleta con sidecar.
Enviudó joven y tuvo que hacerse cargo de sus hijos con la ayuda de su cuñada, quien gozaba de buena voluntad, pero carecía de visión. Y así fue como llegó a ser abuelo. Su primer nieto varón se lo dio su hija Jacoba. Su alegría fue inmensa y aun creció más cuando el bebé pasó a ser un niño cargado de energía, siempre dispuesto a echar una mano a su abuelo en el bazar. Joaquinín era de cabello rubio como el sol, de manos elegantes, enérgico en sus ademanes, de complexión atlética, de carácter noble … y con una labia con la que conquistaba a cualquiera. Un día el abuelo Manuel lo mandó por cambio a la taberna de su vecino Jesús Villa, que estaba justo enfrente (en la calle Cadenas, haciendo chaflán con la cuesta del río conocida como Cuesta de la Villa) y cuando entró, la algarabía que provocaban los que allí se encontraban recién llegados de la labranza, o del mercado, o bien habían venido a Cieza de visita a pie o en mula, no le extrañó nada. Pues era normal que tuvieran que saciar la sed del duro día de trabajo y de paso se tomaran allí unos michirones con vino Maucaillou que solía servir Jesús diciendo: “¡Aquí viene el Mascallú bien bueno!”. En esta ocasión, le salió a Joaquinín al paso un ciezano al que le decían el Rojico, pues se ponía colorado cuando se tomaba un trago de más, cantando la copla que se oía de fondo de Manolo Caracol “La Salvaora”:
Qué razón tenía la pena traidora
que el niño sufriera por la Salvaora.
Diecisiete años tiene mi criatura
y yo no me extraño de tanta locura.
Eres tan hermosa como el firmamento
lástima que tengas malos pensamientos.
Quien te puso Salvaora.
que poco te conocía,
el que de ti se enamora,
se pierde pa toa la vida.
tengo a mi niño embrujao
por culpa de tu querer
si yo no fuera casao
contigo me iba a perder.
Dios mío qué pena más grande
el alma… me llora…
A ver cuándo suena la hora
que las intenciones
se le vuelvan buenas
a la Salvaora.
Y Joaquinín ni corto ni perezoso se subió a una mesa para unirse al cante del Rojico acabando los dos siendo aplaudidos por el público que allí se había formado atraídos por el espectáculo. Así, que el nieto resultó ser un gran aficionado al cante, llegando incluso a participar en el teatro ambulante que se estaba dando esos días en el solar de Doña Adela, ataviado con un traje con chaqueta torera que le había cosido su tía Leonor con tanto cariño para la ocasión. En dicho solar, también solían concurrir en algunas ocasiones aficionados al tiro al pichón. El abuelo Manuel era un experto tirador, por eso a Joaquinín siempre le encantaba acompañarlo. El día que había competición el nieto se levantaba muy temprano para engrasar bien la escopeta y darle brillo. Entonces, cuando su abuelo ya estaba dispuesto para salir, se la entregaba y le decía: ¡Hoy ganamos, abuelo! Y así ocurría.
Además, de sus dotes de buen cazador, era un hombre sensible a la belleza, pues era un gran aficionado de la fotografía y le gustaba mucho contarle a su nieto la anécdota que vivió, once años antes de que el pequeño Joaquinín naciera, cuando Alfonso XIII visitó Cieza para inaugurar el pantano del Quípar bautizado como “Pantano de Alfonso XIII” en memoria del rey, como testimonia la lápida de mármol que se colocó a la entrada del túnel. El rey salió de Madrid en la noche del 3 de Abril de 1925, durmiendo plácidamente en el vagón real del tren correo, llegando a la estación de Cieza el día 4 a las 7:45h para visitar el embalse que lleva su nombre y la Central Hidroeléctrica de Almadenes. Vestía uniforme de Capitán General de Infantería y fue recibido por los ciezanos con grandes vítores y ovaciones conforme bajaba por el Camino Madrid. Cuando llegó a la altura del número 1 de la calle Cadenas, Manuel, muy emocionado, le regaló tras una reverencia un álbum de fotos con las mejores imágenes de Cieza, que con tanta dedicación había ido elaborando él mismo con el tiempo, sirviéndose de su inseparable cámara de fotos Agfa.
Joaquinín se crió toda su juventud muy apegado a su abuelo, aunque contaba con grandes amigos como su vecino el hijo de Félix el panadero con el que jugaba al fútbol en el horno, hasta que se hartaba su padre de tanto balonazo y los mandaba al solar de la Oficina de Correos (en la calle Angostos). Era muy trabajador y siempre andaba metido en faena en el bazar. A pesar de tanto quehacer a edad tan temprana, disfrutaba de momentos anecdóticos que tenían lugar en algunas ocasiones entre tanto ajetreo de gente entrando y saliendo del comercio. En una ocasión, la risa le venció y no pudo disimular la gracia que le hizo ver al repartidor de periódicos de su vecino el periodista González, pues se topó con el espejo de cuerpo entero que había colgado en la pared junto a la puerta de entrada, que era acristalada. El pobre hombre con tanto entrar y salir de los domicilios iba con mucha prisa y, cuando se giró para salir tras dejar la prensa, confundió el espejo con la puerta y decía “¡Pase, pase!” a su propio reflejo. Y es que la necesidad de la época había impedido al repartidor, como a tantos otros, haberse visto desde la cabeza hasta los pies alguna vez en un espejo y no se reconoció. Así que desconocedor de su propia imagen, muy amablemente se cedía el paso a sí mismo, ante las carcajadas del joven testigo.
Pero atrás queda ya aquel lugar en el que Cieza tuvo un punto de encuentro entre ciezanos y forasteros, un enclave para trajinar y para conversar, para frecuentar y para discutir, para disfrutar y para polemizar. Un entorno en el que hacer un paréntesis en el ajetreo cotidiano, abandonando un ratico el taller, la carpintería, la huerta, la herrería…para buscar alguien con quien compartir vivencias, ilusiones, proyectos …y hasta sueños. En definitiva, atrás quedó un rincón de vida de nuestra querida Cieza.