La plage, por Maura Morés

La plage

En unos ocho días vuelvo con mis padres a la playa. Ese accidente geográfico obra en mí lo mismo que la magdalena de Proust. Qué no habré vivido yo en la playa de ese pueblo que ya no nombran nunca en castellano, rodeado de cañaverales medio resecos por la brisa salada y una carretera arcifinia que interrumpe un río maloliente por cuyos alrededores sólo encuentras barracas hechas pedazos donde a veces un abuelo con varices ofrece melones pagando en negro, arrumbado en una silla plegable a rayas.

Había mercado los sábados y encontrabas a todos los de tierra adentro, a cullerenses, valleros, simateros, bellreguartenses, daimucenses, pileros, jereseros, benifaironeros y demás pueblo llano de la Safor, naranjero y comunista, y con buena mano para el arroz, quizá algo aceitoso. Atronaban Camela o Junco en los puestos de cintas, y los churreros freían en sus calderos mágicos el producto más codiciado para vagabundear entre marroquinería vendida por africanos y Casios plateados, con unos vestidos que ondeaban más al acercarse el crepúsculo. Qué ricas las patatas alargadas de esos freidores cubiertos de sudor y pringue, servidas en conos blancos y rojos con estelas churretosas de las dos mejores salsas de bote del planeta, la rojo sangre y la marfil. Mi padre siempre se acercaba a los entoldados que protegían las canastas de encurtidos, emanando olor astringente. Curioseaba todas las aceitunas de diversa envergadura, las cebolletas, las banderillas, los altramuces, los pepinillos como anélidos gordos, el fruto del guindillo que por aquí llaman corneta y por el lejano Norte piparra… Todo se servía dentro de bolsas de plástico transparente, al igual que las gominolas a granel y los frutos secos con y sin cáscara. Una visita a ese carrusel de pestazos y pareos que pretendían inspirarse en los de ¡Hola!, con alemanes y franceses pisando sin querer tus zapatillas de lona sin cordones y los gritos de los gitanos alabando su ropa interior y sus monederos era el entretenimiento de la semana, antes de volver a casa indigesto de antojos pero con hueco todavía para un cuadrado de pizza de beicon con masa de cuatro o cinco centímetros.

Por la mañana, a las nueve o antes ya quería levantarme de la cama y desayunar mi leche con Colacao para llegar cuanto antes con mi padre a dos pasos de la orilla y clavar la sombrilla reclamando nuestra parcela de lebensraum. Al principio no me importaba estar más blanca que una tiza, y por eso mismo terminaba julio del color de la canela. Llevábamos una nevera con botellas de agua y todos los chismes y cremas Isdin que juzgaba convenientes mi madre. Unas veces conseguía hacer el vago leyendo en la tumbona de plástico, pero normalmente mi hermana me enredaba para cavar un foso en una depresión empapada o llevar olas adentro un bote hinchable que hacía aguas por nuestra impericia, o antes, un flotador enorme que juraría que incluía cuello de jirafa o quizás alpaca, aunque a veces sueño que era un dinosaurio. Algunos niños se nos unían atraídos por el bote y se lo cedíamos a cambio de sus colchonetas fosforitas, y nos contaban por qué estaban allí y en qué bando de la guerra había combatido su abuelo; se me ha olvidado todo, excepto si nos rozaba alguna criatura irritante en los dos sentidos que nos dejaba un trozo de ingle ruborizado. Las gafas de bucear eran sin duda la pieza estrella de cada ajuar de niña: recuerdo ser testigo de cómo se revolvía como en una tormenta sahariana la arena del fondo con cada ola batiente, cómo el suelo dejaba al descubierto nuevas conchas de ocre, espliego lavado y corteza de pan, cómo se sacudían entre las inofensivas corrientes lo que quizá fueran gobios -nunca vi un caballito de mar- y lo alerta que debía estar para no pisar un erizo, porque jamás llevé cangrejeras. Mi madre solía renunciar junto con mi abuela a las horas de bronceado y masaje de espuma para ir preparando el caldo de la paella o cociendo las patatas y pelando a cuchillo mal afilado la fruta de la «ensalada de verano». Fregaban a mano cacerolas, sartenes y fuentes, se ocupaban de ingentes coladas de bañadores tiesos de cloro y salitre y shorts con gotazos de helado, y de limpiar tierra y huellas del pasillo y el baño mientras los hombres bajaban a por café o veían el telediario -rara vez sin atentados- digiriendo los hidratos y, en el caso de mi abuelo, intentando fumar en ocasiones un puro de contrabando. En fin… Para eso serán santas. Espero.

Ahora mi padre colabora en casa, hace cuatro años que no volvemos a la playa, no porque sea más sucia o más masificada… quizá es porque espero que mi abuelo aparezca por entre las cañas secas de las dunas humildes llenas de escarabajos, recorriendo incansable la pasarela de tablas beige, en algún momento, con bermudas coloniales y zapatillas como las que usaba John Wayne para veranear. O porque ya no hay pizzas como las del Chicago italiano y las de los dos o tres bares que las ofrecen parecen celulosa. Claro está que nos gustará volver a disfrutar de los atardeceres de mil colores punteados de cometas, gaviotas hambrientas y perfiles de cañas de pesca, pero… no será 1997, o el 2000, cuando Mami -no la de sangre, una señora a la que todos llamábamos así desde que adoptó ese apelativo en París trabajando de niñera y siempre nos regalaba galletas bretonas y cajas de bombones de las más lujosas- me regaló una cámara de fotos por mi comunión y ardía por estrenarla fotografiando rocas y velas de windsurf.

Pero el mar no ha cambiado desde que desembarcó allí algún rústico navío procedente de Biblos, Trípoli o Tiro. Huele a ampollas curadas y teñidas de blanco algodón, a branquia, a la bella Ariel, cambia deliciosamente de color con la luz diurna, y el sol termidoriano, albo de tan brillante, vuelve la piel un lomo sobre ascuas si no te untas sabiamente. El cabello se encrespa, te saben los labios a cloruro de magnesio. Las botellas y el queso sudan como mamíferos vivos. Los viejos malencarados de tierras de poniente siguen almorzando con la camisa arremangada y abierta hasta el diafragma con longaniza, blancos y negros, todos parecidos físicamente al tío Paloma de mi cabeza. Pueden desaparecer restaurantes de sepia y pescadilla, vecinos, emblemáticos comercios, el mercado entero, las niñas morenísimas que venden con frescura gargantillas de plástico y pulseras de hilo confeccionadas por ellas para reunir calderilla para una tarrina de trufa. Pueden irse las mejores horchatas, granizados y leches merengadas, puede que la prima ya no nos salude desde el balcón de su apartamento setentero. Pero las familias se ríen al borde de las aguas sin fin desde el Cabo de Gata a Mellieha o la costa amalfitana; sigue viéndose ese horizonte recto como una puerta, que te emboba como a Serrat, tras el cual deduzco con un mapa que se erige el cabo ibicenco Des Rubiò, y después la Isola di San Pietro, y después un pueblecito calabrés en el que pescarán y beberán los mismos viejos cascarrabias y educados por las tempestades y otras rebeldías mediterráneas. Todos iguales, hablen valenciano, mallorquín, sardo o italiano sureño.

Han cambiado todas esas cosas, pero ténganlo por seguro: todavía salgo corriendo del coche, y seguiré saliendo tras desabrocharme el cinturón, nada más aparcar en la avenida de la Mota, hacia las escaleras encaladas que conducen a la mer. 

 

 

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