La pandemia del tardeo, según María Bernal

La pandemia del tardeo

Se cumple un año desde que el tardeo, en esos fines de semana o en periodos vacacionales, se convirtiera en una costumbre casi imprescindible para socializar y desconectar de los problemas del día a día. Fueron dos zonas las que al parecer lo pusieron de moda: Murcia y Albacete. Y desde estos dos territorios limítrofes, se extendió a otras comunidades como Valencia, Baleares, Zaragoza, Barcelona o Madrid hasta convertirse en un aliciente sustancial para la economía hostelera.

El tardeo ha supuesto que las personas cambiemos nuestros hábitos de diversión. Dejamos aparcado el ocio nocturno para pasar a disfrutar de la fiesta y de las reuniones tranquilas y sin prisa alguna al calor de las terrazas. Y si tenemos en cuenta que nuestra cultura está sumamente vinculada al ambiente de la calle, al contacto físico entre personas, a la diversión merecida después de la jornada laboral, parece prácticamente imposible renunciar momentáneamente a ello.

Y a las irremediables pruebas me remito en estos días festivos. Esta grave situación de crisis sanitaria, que todavía estamos viviendo, no ha sido capaz de ponerle freno al desquicie desmesurado que tienen muchas personas por salir. Es una dependencia suma que anteponen a cualquier consejo sanitario, ya que la cerveza bien fresca en la terraza con los colegas es palabra de Dios, y lo más alarmante es que para estos ignorantes está por encima  de cualquier vida.

Y no me opongo al tardeo que ayuda a la economía de cualquier ciudad y que a cualquier persona tanto nos gusta. Me opongo rotundamente a que tardeen de manera inconsciente y negándose a cumplir las dichosas medidas, que desde marzo fueron impuestas y las cuales deben seguir siendo respetadas. Pero claro, nos enfrentamos a distintas generaciones, porque aquí ya da igual la edad, que son bastante aventureras a las que les importa un nimiedad contagiarse. No hemos aprendido nada de nada, y la situación no parece que vaya a mejorar en un futuro inmediato; porque parece ser que se avecina una tercera ola, y no precisamente para surfear sobre ella.

¿De qué han servido las desesperadas palabras de los médicos pidiendo clemencia ciudadana ante la angustiosa y temeraria realidad que empezaron a vivir hace nueve meses?  Nos han advertido con una urgencia crítica que hiciéramos de la precaución nuestro estilo de vida de manera repentina, con el único objetivo de salvar vidas. Y la respuesta no ha sido precisamente obediencia suma, que es lo que a lo mejor podría haber paliado parte de la carnicería que ha provocado el Sars-Cov-2.

Y ya el colmo de los colmos obedece increíblemente a la fiesta que hace una semana se celebraba en un municipio murciano sin cumplir las medidas sociosanitarias. Si la prensa se hacía eco de esta macabra actitud con el término de “macrofiesta” es porque seis u ocho personas no es que hubiese allí. No tuvieron bastante con el tardeo permitido que decidieron seguir atentando, sin piedad alguna, contra la salud pública, escondidos como cobardes en una casa de campo. Son jóvenes y creedores de la idea de que a ellos no les va a suceder nada y de que, en el hipotético caso de contagio, saben que van a ser atendidos. Y ahí se halla el error.

Que se deducen de estas palabras un deseo expreso de que no sean atendidos en caso de que se contagien. Juzguen ustedes mismos. Tengo razones, a mi parecer, de fuerza mayor para pensar que no se merecen lo que ellos no son capaces de dar: responsabilidad. Tabaco, alcohol y contacto físico más que asegurado después de que las cabezas pensantes, que asistieron a ese evento, decidieran alardear de esa actitud, como si de la entrega del premio nobel de Física se tratara, por las redes sociales.

Rabia de pensar en todas las muertes que parecen haber sido olvidadas, así como esas vidas sacrificadas para luchar contra este maldito virus; impotencia porque somos muchos los que estamos intentando cumplir, privándonos de aquello que ellos sí están disfrutando; incomprensión ante esa necesidad de pertenecer a la pandemia del tardeo que no tiene límites; y repulsa hacia unas medidas sancionables que no hacen daño.

Pero no nos engañemos, porque si hay un realidad más que evidente es la de la presencia de un virus que no se apiada ni del ser más vulnerable del planeta. Y ante su microscópico tamaño y  su fuerza destructora, el tardeo, las risas, el vacile y todas las estupideces humanas que la gente ha sido capaz de mostrar quedan devastadas. Y tras esta desolación, y después de que nos toque de lleno, nos echamos las manos a la cabeza, porque empezamos a ser conscientes de que ya no hay marcha atrás para actuar con dignidad y corregir tantos y tantos errores que se han cometido.

 

 

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