La notificación, por Pep Marín

La notificación

La familia Campuzano Mateos, compuesta por diez miembros (la pareja sesentona Juan y Lola, la madre de Juan, el padre de Lola, el hermano de Juan y su hijo Arturo, y sus cuatro hijos varones ya mayores de edad), ha construido una especie de búnker mental repelente del furor del dragón administrativo que, en forma de notificaciones, construyen y destruyen expectativas de las solicitudes planteadas al organismo público, a las que tienen derecho porque así se establece en la legislación.

La legislación. La legislación. La legislación.

Cada vez que llega al buzón de correo de la mano de la señora cartera una notificación, la familia se reúne en el salón, cuya ventana da a la calle, y es la solicitante, la abuela, la madre de Juan, en silla de ruedas y con una sola pierna, con problemas de dicción tras una grave enfermedad de carácter bacteriano, vestida con colores primaverales y un gorro estilo ruso para dar la nota, la que lee la misiva que, resumiendo, tras un año, en este caso, porque hay más solicitudes haciendo cola en el limbo de la espera administrativa, viene a decir que: “de no subsanar en el plazo de 20 días un “problemica” documental, está vez, otra vez, la tercera, DNI compulsado, y, primera vez, recibo compulsado del pago del IBI, quedará considerado el asunto inadmitido en forma de desistimiento de la solicitud por parte de la solicitante.

Después, la enjuta abuela, disfrazada de primavera rusa lanza la hoja de papel al aire como si fuera el final de una fiesta de graduación de instituto estadounidense.

Las carcajadas, que se escuchan hasta en la calle, no son de incredulidad, ni mucho de menos de venganza, carcajadas sucias de los malos de la película seguidas de un disparo entre ceja y ceja; son carcajadas blancas, una risotada común y contagiosa sana, tanto que los que se paran por un instante en la acera y escuchan lo se cuece dentro de la casa se carcajean como si estuvieran también dentro, sin saber lo que ocurre, pero sintiendo que es bueno, que no hace daño, y siguen su camino riendo.

¿Qué hacemos, dice la abuela carcajeando, enviamos por tercera vez el DNI compulsado junto con las dos copias de las compulsas selladas por el registro que ya enviamos hace cinco y tres meses respectivamente? De nuevo, la carcajada familiar.

Ha pasado más de un año y medio, por otro tema, que solicitaron la valoración de la dependencia. La solicitud anterior, perdida en la legislación administrativa repleta de duendes extraños que pierden los papeles, era una simple solicitud de petición de obra de allanamiento de la parte del bordillo que da al portal de la vivienda para que pueda acceder sin problemas la abuela y su silla de ruedas o, en su defecto, que rebajaran por donde quisieran, el caso es que pudiera subir de forma autónoma a la acera; acera que tiene un bordillo de gimnasio y unos pedruscos simétricos, de altura notable, elegidos por del arquitecto Antonio Fémur Ingle.

El tema de la valoración inicial de dependencia da mucho juego pasado un año y medio, porque todos los miembros de la familia miran el buzón a diario. Y todos entran diciendo lo mismo: ¡NO HAY CARTA! Y la dopamina que emana tras las risas inunda la vida familiar.

Hay algún que otro miembro de la familia con un humor muy particular. Humor que no empaña la buena sintonía, incluso la refuerza. Este individuo es un falsificador de primera: fabrica un sobre calcado al sobre del organismo público al que va dirigida la solicitud de valoración de dependencia: NOTIFICACIÓN. La familia se reúne expectante. La abuela lee: “La dirección general de Bienestar de la Consejería de Familia y Asuntos Sociales ha dictaminado que puede inyectarse por las orejas leche podrida de cabra y meterse la pierna que le queda por el culo, atentamente: la funeraria”.

Cuando la abuela dice: “¡Se admite a trámite!”, la casa, como un humano más, se lanza a ras de césped como si hubiese marcado un gol y hace el gesto del lanzador: besos, abrazos y puños en alto.

También tenemos en la familia al eterno poeta, hermano de Juan e hijo de la señora primavera sin una pierna. Todas las mañanas antes de irse a pasear, a no ser que caigan chuzos de punta, saca a su madre a la acera del portal de casa. Y allí la deja, al cuidado de quién quede dentro, que le echa un vistazo de cuando en cuando. La mujer, madre, abuela, en su silla de ruedas, vestida como en sus mejores galas, y siempre con un sombrero distinto los 300 días del año, o más, que sale a la puerta (obsequios de sus ex amantes), emprende la aventura de hacer feliz a cualquiera que pasa diciendo, casi voz en grito y con su problema de dicción: “¡GU-A_PO! ¡GU-A-PA!” Y aunque algunos o algunas no entienden bien lo de dice, siguen su camino sonriendo, otros dan un salto de gusto, otras se chocan las manos y otras gritan ¡”Y tú más!” Otros le lanzan besos con la mano, otras hacen la señal del corazón con los dedos, otros se atreven a seguir la palabra con una rima oportuna, otras cantan, otros se ponen colorados y sonríen tímidos y otros lanzan los papeles al aire y se ponen a bailar un tango consigo mismos.

Hoy, la señora rusa primavera todavía no ha salido a la calle. Una cola de personas como fichas de dominó espera para pasar delante de ella y recibir su piropo. También ven pasar de largo a la señora cartera; las carcajadas de la gente al saber que hoy tampoco hay respuesta administrativa contagian a más gente; las personas de los coches sonríen sin saber qué pasa, reducen la velocidad, se monta un gran atasco, la risa salta y salta de coche en coche, de persona a persona. Un James Brown renacido se atreve subirse en lo alto de su vehículo y marcarse un baile funky moviendo sensualmente la cadera, llega el coro del pueblo, la policía con la mano en la barriga de los calambres provocados por la risa, los bomberos, llegan hordas de niños de los coles y las guarderías, institutos, las personas de los centros de salud, centros de salud mental, pacientes, acompañantes de los pacientes, centros de día, residencias de ancianos, personas de las fábricas, tiendas, llegan los políticos que se unen a la fiesta con lágrimas en los ojos también de la risa y la Guardia Civil haciendo sonar sus sirenas en modo tómbola.

La señora de la silla de ruedas sale por fin a la calle ayudado por su hijo el eterno poeta. El comisario jefe de la policía, no sin dificultades de tanto reírse, le pasa un megáfono a la mujer. Cuando dice: “¡Sois todos y todas muy guapos y guapas!”

El estallido de júbilo de la manifestación espontánea y risueña es como la de los finales de una gran tragedia, destapa lo esencial del ser humano.