Navidad
Casi nunca lo percibimos pero los contratiempos siempre cobijan oportunidades. Las prisas y la inmediatez nos distraen de lo importante y únicamente vemos la superficie de las cosas.
España y el mundo entero luchan contra un enemigo real, diminuto e insospechado y, como es habitual, lo peor y mejor del individuo emergen al unísono. Nuestro parlamento no es más que el fiel reflejo de una España cainita e insensata, que encuentra más placer en el combate que en la alianza.
Nadie parece conocer con exactitud la cifra de muertos por razón de la pandemia. Decenas de miles de españoles, la mayoría de edad avanzada, se han ido de forma precipitada y muy dolorosa. En soledad, sin una mano que asir, entre paredes blancas e inhóspitas. Miles de conciudadanos por cuyo esfuerzo y entrega España es hoy mejor país que el que ellos heredaron.
Miles de médicos, enfermeros y auxiliares llevan meses dando lo mejor de sí, seguramente exhaustos, salvando vidas y auxiliando a espíritus en retirada. Que Dios les bendiga y restaure sus almas heridas.
Millones de compatriotas pasan por severas dificultades económicas, agravadas por el actual estado de cosas. Ertes que serán eres y eres que serán paro. Persianas temporalmente arriadas que no levantarán el vuelo. Grandes empresas con riñón y escaso corazón, algunas de las cuales fueron oxigenadas con miles de millones de dinero del contribuyente, en un viaje de ida sin vuelta.
Mientras tanto, nuestros representantes se tiran los trastos a la cabeza. Unos no ayudan y los otros no se dejan ayudar. El cálculo electoral, el maldito y espurio cálculo electoral, se cuela en la conciencia del político para desnaturalizar la grandeza y honorabilidad de su cometido.
Las sesiones del plenario y de las comisiones del Congreso son hirientes; terriblemente desalentadoras. Unos y otros se zahieren y menosprecian faltando al más elemental respeto, y donde éste falta no es posible construir ventura alguna. Los hay soberbios y despiadados, que se regodean de su saber y se relamen por el daño causado. La ciencia y la praxis políticas siempre captaron mi interés pero, tras treinta años escrutando sus entresijos, he llegado a una conclusión. Todos y cada uno de nosotros hemos de ser vapuleados por céfiros de mansedumbre, sabiduría y humildad. Sin esta previa catarsis, toda revolución ética, política o social nacerá condenada al fracaso. No es posible ser buen político, y ninguna otra cosa, sin ser una persona buena. No hablo de candidez ni de tibieza porque la maldad es también la ausencia de una bonhomía bien entendida.
Dentro de pocos días celebraremos un hecho extraordinario que cambió nuestras vidas para siempre; al menos para quienes, aún renqueantes, confiamos en Jesús de Nazaret. Tuvo que ser en Belén, una humilde aldea de Judea. Y tuvo que ser en un granero, entre heno y paja, donde el Hijo de Dios se hizo carne y también Verbo. Nada entendieron entonces y nada entendimos ayer. Dios no quiere soldados sino hermanos, no quiere riquezas sino dignidad. No quiere poder sino ejemplo. Como sabiamente vino a decir San Ignacio, Jesús no vino a eliminar el sufrimiento, tampoco a explicarlo pero sí a llenarlo con su presencia.
Nos preocupa cuántos seremos por Nochebuena o si, finalmente, habrá comida de empresa donde zancadillas y codazos cesen en momentos fulgurantes y generalmente cínicos. Los más jóvenes andan taciturnos, pues no saben si por Nochevieja habrá desenfreno y a qué hora tocará retirada.
Aunque sólo sea por una vez, pensemos en nuestros semejantes y no en nosotros. Singularmente en nuestros seres más cercanos y queridos. Hagamos cuanto esté en nuestras manos para que permanezcan entre nosotros el mayor tiempo posible. Otro mundo y otra navidad son posibles y hasta recomendables. Del altillo del armario bajaré la caja de cartón en la que, entre virutas de papel, guardo las figuras del belén; del nacimiento, que así me gusta llamarlo. La Virgen María, San José, el Ángel, el buey, la mula y el niñito Jesús. Figuritas que una y otra vez aldabean nuestra puerta y que, pese a no existir un mejor plan, ignoramos y traicionamos.
El virus pasará. La vida es un regalo que conviene preservar y dignificar. Seamos responsables y solidarios. A estas alturas de mi vida sólo aspiro a amar a mi familia y a estar en paz conmigo mismo. Y a ser amigo de los pocos amigos que me quedan. Mi Navidad ya no es la misma desde que hay sillones vacíos pero tengo otras razones por las que brindar. Por los que están y por los que habrán de venir. Por todos ustedes a quienes deseo mucha salud y mucha felicidad. Ámense, quiéranse cuánto puedan. Sean buena gente. No se me ocurre nada mejor que hacer.
De quienes juntamos letras se espera originalidad e invención mas, en ocasiones, bastará recordar lo evidente.
Feliz Navidad.