La mentira, por Diego J. García Molina

La mentira

Ay, la mentira. Que todo el mundo miente, como decía el doctor de la serie de ficción Gregory House, lo sabemos todos; se miente en el ámbito privado y en el público, miente el rey y miente el papa, todos lo hacemos con variados fines. La mentira es algo arraigado, intrínseco a la raza humana, dado que es la única con la facultad de hablar y por tanto mentir. San Agustín lo definía como “una expresión que tiene un significado falso, pronunciada con la intención de engañar”. Supongo que la mentira es necesaria; no imagino un mundo donde todas las personas dijeran la verdad continuamente, sería imposible la convivencia. Hay una película delirante de Ricky Gervais que trata sobre ello. Los padres mienten a sus hijos por su bien; peor es el estado que trata a sus ciudadanos con paternalismo y se aprovecha de ellos como si de menores de edad se tratara para engañarles a su antojo “por su bien”. La mentira se puede analizar desde diversos enfoques: el moral, el legal o el político.

No obstante, empecemos por el principio, pues la mentira es algo suficientemente estudiado y analizado a lo largo de la historia por todo tipo de personajes y pensadores. De hecho, el no mentir es uno de los 10 mandamientos de la ley del Dios de los judíos, expresados en libros donde se acumulan conocimientos de varias civilizaciones desde el inicio de los tiempos. También lo incluyen los cristianos en su decálogo moral. Luego, de por sí, la mentira es rechazable. En la Grecia clásica, Sócrates solo admitía la mentira en dos casos muy concretos, mentir a nuestros enemigos, o a nuestros amigos cuando se disponen a hacer algo malo por locura o insensatez. Kant, por el contrario, no admitía la mentira en ningún caso: “el ser veraz en todas las declaraciones es, pues, un sagrado mandamiento de la razón, incondicionalmente exigido y no limitado por conveniencia alguna”. Hasta 8 gradaciones de mentiras establecieron los primeros cristianos, y el filósofo santificado Tomás de Aquino las redujo a tres: mentira oficiosa o falsedad destinada a ayudar a otro; mentira jocosa, pronunciada con el fin de agradar; y mentira perniciosa cuyo fin es dañar a alguien, la única que cae en la categoría de pecado.

Por el lado legal, la mentira no es delito en nuestro código penal, excepto en varios casos muy concretos, como en un juicio, mientras que el demandado si tiene derecho a hacerlo en su defensa. ¿Es también lícito mentir en el ámbito político? El discípulo de Sócrates, Platón, escribió en La República: “si es adecuado que algunos hombres mientan, éstos serán los que gobiernan el Estado, y que frente a sus enemigos o frente a los ciudadanos mientan para beneficio del Estado; a todos los demás les estará vedado”; encima, ve el caso inverso como la peor de las faltas, que un particular engañe a los gobernantes. Recientemente hemos tenido varias polémicas por las mentiras en que han sido pillados varios de nuestros políticos y gobernantes, ya sea para justificar una acción, para difamar al adversario o para defenderse; mejor no pongamos ejemplos concretos. Personajes tan diversos como el pirata hecho sir Francis Drake, Napoleón, o el ministro de propaganda nazi Joseph Goebbels estaban de acuerdo en que de la mentira siempre algo queda, pese a que se descubra como tal, y así lo aprovecha nuestra clase política para usar la mentira como arma. Los políticos mienten a la ciudadanía de forma sistemática, y de modo paternalista cuando les interesa, Otto Von Bismarck dijo que “Nunca se miente más que después de una cacería, durante una guerra y antes de las elecciones”. En cierta manera es reflejo de nuestra forma de actuar, dado que vemos en nuestra sociedad la mentira y el engaño como un recurso más que utilizar sin pudor. Pío Baroja tenía claro que “a una colectividad se la engaña siempre mejor que a un (solo) hombre”. Caso aparte fue la recomendación del experto en epidemias Fernando Simón de que no era necesario emplear mascarilla para defendernos del coronavirus, es más, podía ser perjudicial por la falsa sensación de seguridad, afirmación que un par de meses después ha reconocido él mismo como falsa; al no haber mascarillas para todos prefirió tomarnos como imbéciles y poner en riesgo nuestra salud mintiéndonos. Ya lo dice el refranero español que antes se atrapa a un mentiroso que a un cojo.

Sin embargo, en la política, en la cosa pública, debemos exigir ejemplaridad. La regeneración de la política que inició UPYD quedó en nada tras la irrupción de los proyectos de Ciudadanos y Podemos, ambos una sombra de lo que proponían por la ambición y la avaricia respectiva de sus líderes. En otros países la mentira es tomada como una falta mucho más grave que en el nuestro. A Bill Clinton se le realizó un impeachment, proceso único por el que se puede destituir al presidente de EEUU solamente por mentir acerca de su affaire con Mónica Lewinsky. Inimaginable aquí en España que se pueda juzgar y destituir a un político por haber mentido; menos todavía que dimita motu propio. Conocido fue el caso de un ministro en Alemania que dimitió cuando le pillaron mintiendo en el currículum. Hubo un partido que propuso al congreso de los diputados que mentir en sede parlamentaria fuera delito, aunque el resto de partidos votaron en contra, busquen ustedes mismos cual fue. De las decenas de citas célebres existentes sobre la mentira me quedo con una de Nietzsche para terminar: “lo que me entristece no es que me hayas mentido, sino que ya nunca más podré confiar en ti”. Sobre la bondad o maldad de la mentira, al igual que Sócrates, solo sé que no sé nada, pues como dijo el poeta Ramón de Campoamor: “y es que en este mundo traidor, no hay verdad ni mentira: todo es según el cristal con que se mira”.

 

 

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