La madre Carmen

Rosa Campos Gómez

Siempre es tiempo de libros, y más en abril. Leer sobre personas y lugares donde la vida se ha ido fraguando en esa intrahistoria que construye como incansable maestra artesana, es lo que hoy nos trae a este espacio de la mano de Carmen García Bueno (1903 -1997), abuela materna de Juana Martínez Vázquez, quien escribe, sobre todo, de esta entrañable mujer que vivía en la Estación de Calasparra. Lo hace desde el recuerdo de esos años de infancia en los que se empieza a observar los engranajes que hacen girar el vivir.

La madre Carmen -madre, y a continuación el nombre, es como se les llama en Calasparra a las abuelas- después de enviudar -quedando con cuatro hijas y un hijo de dos años, el menor de los cinco, a los que sacó adelante transmitiéndoles valores humanos- siguió viviendo, aunque cambiando de casa, en este enclave donde ya residía debido a que su marido era ferroviario. En este lugar la pequeña Juana pasó varias temporadas, viviendo con alegría y curiosidad periodos en los que conoció a sus habitantes y sus diferentes y asombrosos quehaceres: el jefe de estación, maquinistas, guardagujas, factores, el cartero, el pastor… Las mujeres con su multiplicidad de faenas -que no enumeramos para dejar que sea la lectura la que las vaya mostrando-, trabajos con los que incrementar en lo que se pudiera la economía. Aptitudes y actitudes que hablan de oficios y del cuidado que se procuraban entre la vecindad y hacia el medio ambiente, haciendo que la vida siguiese adelante. Escribe Martínez Vázquez: “hay que ver de qué manera aquellas mujeres reciclaban todas las cosas. Todo tenía un segundo, tercero o cuarto uso. De cualquier camisa salía un delantal, bolsas de pan, manteles.” (…) “Había un gusto por hacer las cosas bien”.

Todo un mundo habitado por gente que se sabía interdependiente, y por objetos que también vibraban, adquiriendo en el presente valor de reliquias, así es cuando escribe sobre la tetera china, que guarda “como un tesoro”, y otros enseres que ataviaban aquella casa y que siguen engalanando el recuerdo: la cómoda, las sillas bajas para la lumbre, la alfombra a los pies de la cama, las gafas que la madre Carmen se ponía para sus creaciones con hilos y agujas de ganchillo, de tejer, de coser… Y el trozo de vía que ponía al pie de la puerta para mantenerla abierta. Algunos de estos objetos los conserva J. Martínez Vázquez como maravilloso patrimonio en su particular cofre de los tesoros, entre los que se encuentran fotografías que indican que hubo una escuela con bastante alumnado, y tantas otras cosas conocidas solo por quienes vivían allí y a las que ahora podemos acceder a través de las páginas, como los apodos que van marcando la unión de diferentes ramas genealógicas: la de los ‘Crisantos’, ‘Púes’ y ‘Chindos’, y tantos otros motes citados con los que se identificaba a varias familias de la villa arrocera.

Con palabras cercanas nos adentra en la belleza de las relaciones intergeneracionales, donde aprendió los secretos que permiten nutrir el tiempo del ayer en la memoria. En su narración sencilla y directa, como si fuese una conversación en el entorno de entonces, se ve sin fisuras esa interacción vecinal que ponía color y cercanía, entrando en los cálidos con que se celebraba cualquier fiesta, cualquier encuentro, pero también en los colores densos y fríos que produce el dolor de las circunstancias sórdidas de un tiempo de posguerra, por ejemplo, y en la manera eficaz de regresar sin demora a las tonalidades cálidas y alegres que el ánimo necesitaba.

Por lo que escribe sabemos de la vecina que tomaba el tren una vez a la semana, cargada con un cesto en el que llevaba una nutritiva mercancía para venderla en Cieza; del conductor, entre los años cincuenta y sesenta, de los autobuses ‘La Moratallera’ y ‘La Caravaqueña’, vehículos que llegaban también a Cehegín; de la estación de Puerto Errado (‘Portorrao’); y de la historia que sembró y cultivó el ferrocarril en sus años de vigencia allí (1865-2019). El texto, pero también las numerosas fotografías reproducidas, nos hablan de todo ello, así como de fiestas de carnaval, de la procesión de Semana Santa, de bodas y de bautizos, de la compañía en los trabajos, de trenes de diferentes épocas… Ilustraciones hermosas que comunican sobre una estación que llegó a recibir el premio a la mejor cuidada, y sobre quienes le dieron vida.

Juana Martínez Vázquez rememora con la dulzura de la nostalgia la voz de los trenes en su ir y venir, “ese sonido que representaba vida, movimiento, alegría.” (…) Cuando se paraban, observaba a la gente que iba en los vagones. Los niños saludábamos. Todas esas personas deberían sentir lo mismo que yo, esa ilusión de emprender el viaje y esa alegría de llegar al destino deseado.”

A través de los ríales por los que viaja el tren de este libro visualizamos, de alguna manera,  la esencia de una mujer que fue hija, esposa, madre y abuela que supo hacer dichosa a una niña que guarda esa felicidad también de adulta, “nunca he bebido agua más fresca y buena que la de la tinaja grande de casa de mi abuela”, y que describe en su memoria y en su honor unas experiencias que aportan introspección y ternura, introduciéndonos en el conocimiento de este entorno a quienes nos adentramos en la lectura que ofrece La Estación, en la que Carmen adquiere protagonismo porque fue realidad.

 

 

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