Jueves. Veintiocho de octubre de mil novecientos ochenta y dos. Con casi un ochenta por ciento de participación, el P.S.O.E de Felipe González obtuvo un triunfo histórico. Algo más de diez millones de votos; doscientos dos diputados. Exceptuando las provincias de Lugo, Pontevedra, Orense, Burgos, Soria, Segovia, Ávila, Vizcaya, Guipúzcoa y Gerona, el resto del territorio nacional, incluyendo los archipiélagos, se tiñó de rojo. La política, por lo común, levanta escasas pasiones pero esta vez fue distinto. Jamás ha habido semejante transferencia de confianza ciudadana. Complicado hallar una explosión de júbilo y esperanza como la que se conoció aquel día.
Fueron años difíciles. En tan solo tres años (de 1978 a 1981), ETA asesinaba a doscientas cuarenta y cuatro personas. La crisis económica era inquietante. Autónomos y empresarios se financiaban a unos tipos desorbitados y la industria española, estática durante demasiado tiempo, languidecía.
En la dermis y memoria de una renacida España anidaba, todavía, el sufrimiento de una guerra fraticida y la oscuridad de cuatro décadas de dictadura. Una contienda que, precedida de una convulsa república, segó las vidas e ilusiones de medio millón de españoles.
España luchaba por divisar el horizonte pero resultaba casi imposible no mirar por el espejo retrovisor. Aún en tan adversas circunstancias, con no pocas piruetas y con maravillosas dosis de generosidad, España transitó hacia la democracia con paso firme y ante la atónita mirada del mundo libre. Juan Carlos I y Adolfo Suárez encarnaron, en primera persona, el éxito de aquel proceso. Es de justicia así reconocerlo aunque al pueblo español y al conjunto de fuerzas políticas habrá que atribuirles la mayor responsabilidad de tan feliz desenlace.
En las primeras elecciones democráticas, el pueblo español, agradecido por el proceso constituyente y receloso todavía de una izquierda imprevisible, optó por Suárez. Las terribles dificultades antes reseñadas y la excesiva heterogeneidad del centro-derecha fraguaron la dimisión de Suárez y, con ella, el advenimiento de un tiempo nuevo.
Sé que las comparaciones son odiosas y no quisiera que nadie se sintiera contrariado pero el primer equipo de González tuvo un nivel de excelencia que no ha sido igualado y mucho menos superado. Eduardo Sotillos, Javier Solana, Fernando Morán, Francisco Fernández Ordóñez, Miguel Boyer, Ernest Lluch, Enrique Barón, Javier Moscoso, entre otros, formaron un gobierno digno del Reino de España.
En el PSOE hubo y hay sensibilidades dispares y habría quienes en su día sintieran decepción. Quizá porque esperaban una política más virada hacia la izquierda. Particularmente creo que España debe mucho a los socialistas. Consolidaron el régimen de libertades; abordaron con valentía la inaplazable reconversión industrial; abrieron las puertas de la educación y mejoraron sensiblemente la sanidad pública; metieron a España en Europa; reconocieron la religión católica como la mayoritaria y, en consecuencia, le dispensaron el trato y atención debidos y, sobre todo y ante todo, recuperaron una capa social olvidada desde décadas. Para que la democracia fuese real había que devolver la fe y el orgullo a quienes, durante demasiado tiempo, permanecieron invisibles. Felipe González fue un hombre de Estado para el que la unidad de la nación española no era discutida ni discutible. Me atrevería a decir que el espíritu moderado de Indalecio Prieto deambuló por las dependencias de La Moncloa.
Siempre me ha gustado ver más allá. Intento leer los rostros y escudriñar los gestos. Procuro interpretar las palabras y, singularmente, los silencios. Felipe, tras los primeros años en el poder, tuvo que moldear su utopía ante una realidad siempre testaruda. Su tremenda y persuasiva fuerza expresiva se fue dulficando hasta conferirle una madurez política incuestionable. Tras cada palabra, tras cada mirada, había lucidez pero también humildad e, incluso, sufrimiento. El socialismo académico fue cediendo terreno a una mesurada social-democracia a la que tanto debe Europa. Hay terreno para las ideas y para los sueños; naturalmente. Mas el gobierno de un país debe resultar extremadamente complejo. Si en verdad se quiere ser el presidente de todos, si se es consciente de la pluralidad y heterogeneidad de la sociedad española, si se es lo suficientemente inteligente para admitir la inexistencia de una única verdad, entonces, solo entonces, la sensatez y la moderación reinarán en la voluntad de todo gobernante.
Ya saben lo que aconteció después, como también conocen cuanto les he contado. Es aconsejable parar, respirar hondo y volver la vista atrás porque en el pasado se esconden, a veces, las claves para afrontar el presente. Hubo errores y traiciones pero, visto lo visto y desde una perspectiva lo suficientemente panorámica, podría decirse que Felipe González fue un grandísimo presidente. Quizá el mejor. No soy socialista o quizá sí. Qué más da. ¿Acaso hay que serlo para reconocer lo evidente?
Fdo. José Antonio Vergara Parra.
Ex-Alcalde de Cieza
vergara quien te ha visto y quien te ve
Los socialistas siguen reivindicando a Indalecio Prieto. Hay estatuas suyas en los Nuevos Ministerios de Madrid, junto a otro de los criminales de la época, Largo Caballero, y en la estación de Abando en Bilbao. Suelen presentarle como un ejemplo de demócrata y hombre de Estado, incluso desde partidos políticos supuestamente de derechas como el PP. Pero nada de eso tiene que ver con la realidad.
Desde su llegada a la presidencia del PSOE en 1935, comenzó una deriva revolucionaria y radical que acompañaba Largo Caballero como secretario general de UGT, si bien el sindicato tuvo un momento de moderación durante la vuelta al cargo de Julián Besteiro.