La hamaca
Todo es menudo en él y, no obstante, siempre me achicó su mirada. Las barcas, mansas como sus marinos, basculan ligeramente sobre este cachito de mar que quiso ser menor para no añejarse jamás. Deja de ser un niño quien olvida sus sueños y claudica ante la tiranía del tiempo. Tal vez por ello, porque se resiste a encanecer, esta maravilla geológica aún conserva su finísimo cordón umbilical por el que apenas le llega alimento. Demasiadas generaciones de perturbados que negaron una y otra vez las señales de la ley natural en su más extensa y clamorosa acepción. Quien malogra el libre albedrío, como a la tierra que nos mantiene en pie, deshonra el hogar cedido en usufructo por el Creador.
Estoy sentado sobre una oxidada hamaca que ha sobrevivido a mil desembarcos y otros tantos repliegues. Su tela, blanca ayer, marfil y azafranada hoy, resiste como la más heroica de las velas mayores. Hasta hace bien poco, las cosas se hacían bien. Para servir, para perdurar. El tiempo era aliado y no alguacil de una artesanía que caminaba despacio pero soberana. La excelencia fue antes que auditores, que no hacedores, aplicaran enésimos divisores para convertirla en la maldita eficiencia que todo lo inunda y devalúa. Creo que fue Borges quien advirtió que el amor a las cosas es infecundo pues nunca será correspondido. Aun así, el apego a objetos inanimados que, por mil carambolas, forman parte de nuestra vida o de concretos momentos de ella, ningún daño ha de causarnos. La razón pura es muy aburrida y, como toda doncella o efebo reprimidos, demanda resquicios de esparcimiento por los que se adentran pizcas de insensatez. Quiero a mi hamaca. Tal como es; vieja y fiel. Juntos hemos visto enésimos crepúsculos y lunas sonrientes. Sus huesos huelen a robín, también a humedad, pero igualmente a sal y a mar. Cada año, en la obscuridad del trastero, aguarda al advenimiento de un nuevo verano. A un cielo teñido de azul y a un mar que, como nada y como nadie, despliega las alas y desentumece quimeras.
Mis pies desnudos apenas se advierten bajo la arena. Me gusta sentir esa mezcla de tierra, guijos y minúsculas conchas entre mis dedos; y la brisa del mar sobre la cara que, aunque también menor, rebosa maresía. Un sol desfondado alarga mi sombra en su huída; densa hoy; descosida como la del ciprés delibiano, tal vez mañana.
Unos niños juegan en la orilla, ajenos a toda zozobra, indiferentes a todo apremio. Juegan, sólo eso pues cuando se es niño se paladea el instante, sin saltos hacia adelante ni hacia atrás. No hay pretérito, ni futuro. Presente; eso es todo porque nada existe salvo el ahora. El tiempo es como un helado. Mientras lo paladeas resiste mas, a poco que te descuides, se derretirá irremediablemente. Con el paso de los años perderán esa maravillosa capacidad de estrujar el instante para rendirse, lenta aunque inexorablemente, a la melancolía y a las preocupaciones. La nostalgia no es del todo mala salvo que te quedes a vivir en ella. Somos también memoria aunque no todo debería ser memorable pues el espejo retrovisor está para esquivar lastres que andan a la zaga y no para entronizar al miedo que quedó varado en las entretelas del tiempo.
He sido y soy muy feliz pero jamás he logrado sacudirme de una sensación de culpa y vértigo. No quiero abstraerme del dolor del mundo. En este justo instante, en algún lugar, un niño habrá muerto de inanición, o de una bomba guiada por dignatarios de Lucifer, o de una enfermedad que aldabeó su cancela con misteriosa antelación. En algún burdel maloliente, la inocencia de una niña habrá sido arrancada de cuajo por cuatro monedas. Maldita plata que sobrevuela a todos los males de este mundo. Maldita sea su estampa. Y sus tripas.
Mi dolor es sincero pero estéril pues apenas reuní fuerzas para salvaguardar a los míos. No es poca cosa, lo sé, luchar por un cachito de cielo. Mas no hay firmamento que valga mientras no ampare a todos por igual. Suerte que hay ángeles de carne y hueso definitivamente alados. Médicos que, no cerrando por vacaciones, llevan vida y esperanza donde escasean lo uno y lo otro. Misioneros de cruz de madera y bramante de algodón que acercan el Alimento de Cristo a lugares olvidados; a quienes agonizan por enfermedades y guerras; indiscriminadas las primeras, bastardas las segundas. Bomberos que, en sus ratos libres, se suben a un Hércules que habrá de llevarles hasta donde el infortunio se ceba con los humildes. La naturaleza no es despiadada ni selectiva. Sólo es naturaleza pero sus embestidas se repelen mejor con hormigón que con cañas y bambúes. Las catástrofes naturales son como una lluvia fina que se precipita habitualmente sobre mojado.
Enésimos arcanos que, con razón y no menos fortaleza, tornan toda plenitud en incompleta. Hay lágrimas en la risa. Y en la tribulación. Es el alma que resuda de alegría o de pena.
Una ola extrañamente poderosa para esta albufera con ínfulas de mar vino a mi rescate. O así quise creerlo. Le hablé desde mis adentros.
“Agradezco tu auxilio mas, aunque mi con-sufrimiento sea estéril y en cierto modo cínico, de ninguna manera quiero librarme de él pues, mientras sea capaz de caminar, o de imaginarlo al menos, con los zapatos de otros, mientras las aflicciones y maldades de este mundo perturben mi paz, sabré que todavía retengo un ápice de humanidad. Albergo pocas certezas aunque me son suficientes para no perder la verticalidad. Ignoro aunque confío en el reencuentro definitivo con Dios, donde todas las llagas de este mundo sean sanadas para siempre. Mientras el pecho palpite y la consciencia nos vapuleé, haríamos bien en abrazar la decencia y repudiar la frivolidad con idéntico vigor. Tú, pequeño mar, no eres fonda pero sí aliado para re-calibrar mi brújula vital. No es destino el lugar y sí la compañía de quienes amamos. Donde ellos estén allí estará mi patria. Menuda y daltónica. Franca de muros y fronteras pero también de maldades y falacias”.
Los días son más cortos y refresca cada noche. Puedo oír el graznido de las gaviotas y las sucesivas incursiones de las olitas, lo que delata el reciente éxodo del bullicio. He de regresar a mi patria chica en la que yacen mis muertos y sonríen sus frutos. Tú, hamaca mía, regresarás al olvido de tres estaciones pero prometo que, juntos, como cada estío, tornaremos a este lugar donde el mar limpia las telarañas y aletea al alma. Como tú, conozco la obscuridad y comienzo a sentir el óxido del tiempo, lo que es bendición antes que suspiro. No temas. Muy pronto regresaremos a donde el mar y la tierra se abrazan, donde el crepúsculo presagia un nuevo día.