La dictadura del tontolariado, según José Antonio Vergara Parra

La dictadura del tontolariado

Admitamos que hay mucho tonto entre nosotros. A granel. Tontos en origen y sobrevenidos. De pedigrí y cruzados. De sangre azul o carmesí. Adinerados y menesterosos. Cultivados (o eso creen) y en barbecho. La superpoblación de tontos es apabullante y urgen medidas para frenar y disminuir dicha plaga. Mejor ayer que hoy pues mañana sería tarde. Toda dictadura, las de los tontos también, necesita primaveras y claveles. De un nuevo renacimiento y de una revolución tan pacífica como catártica.

  • Por favor, ¿sería tan amable de traerme un café con leche?
  • Por supuesto, señor. Enseguida se lo sirvo.
  • Cuando pueda, me dice usted qué le debo.
  • Un euro cincuenta.
  • Aquí tiene. Muchas gracias. Por cierto, el café estaba buenísimo.

Esto mismo lo advirtió Escohotado aunque, perdóneseme la inmodestia, yo lo pensé antes. Una sociedad rica es aquella que pronuncia de forma machacona y sincera expresiones como por favor y gracias. La forma en la que tratamos a nuestros semejantes dice todo de nosotros. No hay raza, religión, linaje, clase, cuna, profesión ni padrón que justifiquen la petulancia. Sólo los robaperas se creen mejores y zahieren, cuando no ignoran, a quienes consideran seres menores.

No nos engañemos. El racismo, el clasismo y la carencia del más elemental sentido de la educación únicamente están al alcance de los imbéciles; de los tontos cósmicos que, insisto, se multiplican como  conejos. La identificación del tontaina ibérico no resulta fácil pues adopta  formas dispares. Los pueden ver ataviados de Armani o de perroflauteros universales. Unos se autoproclaman anarquistas y otros reivindican el Condado de las Zarzas o el Marquesado de la Cuesta del Molino. No se dejen engañar pues las corbatas de seda o los pañuelos palestinos nunca hicieron al monje. Los hay ricos de toda la vida y nuevos ricos; y también zampalimosnas.

Estéticas, confesiones, estudios, alcancías u oficios aparte, lo que en verdad importa es el respeto y consideración, antes sincero que aparente, hacia nuestros semejantes. Ahí reside la verdadera abundancia de una sociedad. 

Los tontos hasta ahora citados carecen de peligro. Bastará con apartarlos de nuestras vidas para ahuyentar cefaleas y reflujos gastroesofágicos.

Me preocupan, y mucho, los tontos amorales con poder. Dadle un cargo a un baldragas sin principios y las consecuencias podrían ser devastadoras. No tienen más que abrir un periódico o seguir las noticias en radio o televisión para constatar dicha certeza. Mas estos mercachifles no llegaron al poder por generación espontánea. En absoluto. Lo lograron de la mano de una sociedad anestesiada en lo ético y convenientemente enfervorecida en lo ideológico.  Una sociedad (disculpen esta necesaria generalización) que espera regalías sin haber conquistado derechos, que demanda conveniencias y no razones; una sociedad, en suma, que huye de la verdad como del mismo diablo.

Un gobernante con sólidos principios morales y éticos y con una adecuada formación meritada sin trampas, sabe que la patria, forjada con el sudor y las lágrimas de generaciones pretéritas, ni se vende ni se reparcela. Saben, o deberían saber, que no tienen derecho a hipotecar el futuro de las generaciones venideras porque no quisieron asumir el coste político derivado de decisiones inaplazables. El gobierno sabe o debería saber que no es posible asumir una inmigración ILEGAL y, por ende, incontrolada.  Nuestros recursos y nuestra capacidad de acogida son finitos. Afirmo, igualmente, que los países desarrollados están obligados, por convicción y conveniencia, a construir un mundo justo y en paz. De no ser así, no habrá mar, ni fronteras, ni alambradas que contengan la desesperación de nuestros semejantes.

Nuestros gobernantes se llenan la boca por elecciones para vaciar sus memorias inmediatamente después. Los territorios comanches avanzan por las grandes ciudades de España sin que nadie haga nada, condenando a la gente de bien a una cotidianeidad desasosegada. Gentes trabajadoras que no pueden cambiar de casa y barrio como de chaqueta y principios los políticos. Estos últimos, excepto contados desacatos, ignoran o maquillan la realidad en espera no sé muy bien de qué. Viven en un matrix que nada tiene que ver con la realidad de la gente normal. Españoles que laboran, que cumplen las leyes, que son pacíficos y sensatos, que no hacen trampas. Mucho de ellos no pudieron estudiar porque tuvieron que trabajar a temprana edad. Escriben con faltas de ortografía pero viven con decencia y sin tachas. Son, o eso procuro, mi fuente de inspiración cuando bosquejo sobre un folio yermo. Porque son, como los llamó Delibes, los santos inocentes que ayer sufrieron al señorito de turno y hoy a los majaderos.

Pocas cosas hay más despreciables que quienes miran por encima del hombro a sus semejantes. Y nada más devastador que uno de ellos con poder.