La cultura del esfuerzo
Esforzarse lo mínimo, este es el lema que las generaciones de jóvenes y algunas de no tan jóvenes llevan por bandera en la era del progreso. Y lo más preocupante y, casi sin vuelta atrás, es que esta situación empeora minuto a minuto. Asistimos a un panorama donde el sacrificio brilla por su máxima ausencia. La gente joven no se esfuerza lo suficiente, y no es precisamente porque no tenga potencial, sino porque el consentimiento y la defensa de los padres, las cambiantes y nefastas leyes educativas, así como ese afán de querer normalizar todo han permitido esta actitud que, a la larga, no va a llegar a buen puerto.
La palabra esfuerzo está sobrevalorada en una sociedad de jóvenes, que se lo ven todo hecho, y en una sociedad de adultos que normalizan que sus adolescentes no tengan que sacrificarse porque se saturan y esto les puede suponer un trauma que los marque el resto de sus días.
Como de traumas va la cosa, parece que ahora está prohibido obligarlos a que trabajen y multipliquen ese esfuerzo por mil. No sé de qué pasta estamos hechos nosotros, que jamás nos afectó tener que dedicarle horas y horas al estudio, al deporte y a otras actividades que llevábamos en danza. Pero ahora, la mayoría está siendo educada bajo la ley del mínimo esfuerzo y difícilmente vamos a volver a la situación de antes.
Se ha llegado al extremo de respirar hasta por los hijos con el fin de que no se saturen. Y ahí, el fallo, porque tienen que saturarse y explotar para que aprendan a gestionar sus emociones; lo que viene siendo la supervivencia de toda la vida que nos convierte en auténticas personas.
Nadie se muere por esforzarse, y esta errónea idea de lo mínimo perjudica gravemente a todos: a los jóvenes, porque no consiguen ser autosuficientes, sino dependientes y sin capacidad resolutiva, y a los adultos, porque cuando se dan cuenta y pretenden rectificar, ya es demasiado tarde.
Sorprende que la vida en este sentido haya dado ese giro de 180 grados que parece irreversible. Sorprende porque ahora que tenemos al alcance herramientas suficientes para esforzarnos y prosperar, se opte por hacer lo mínimo. Sucede en los centros educativos, en las actividades extraescolares, en cualquier puesto de trabajo y lo más paradójico es que, a pesar de hacer poco, queremos resultados. Y aunque generalizar supone un error, es cierto que cada vez nos encontramos a más personas que huyen de predicar con el ejemplo la cultura del esfuerzo, tan necesaria para llegar alto.
Se debería recurrir al pensamiento griego, porque es ahí donde hallaremos el verdadero sentido de la civilización disciplinada, abundante hace años, escasa en estos momentos. Y para esto, precisamente, no es la ley del mínimo esfuerzo la que nos conduce por el camino más adecuado. Decía Aristóteles que “Solo hay felicidad donde hay virtud y esfuerzo serio, pues la vida no es un juego”.
“Esfuerzo serio”. Me gusta este juego de palabras porque sé lo que significa, porque lo he visto muy de cerca en casa, en mi época de estudiante y en el entorno de trabajo; porque yo misma tengo que esforzarme horrores para conseguir llegar a la meta, y aun así, hay veces que me quedo a medio camino. Pero echemos un vistazo a nuestro alrededor, todo amago de esfuerzo es inexistente.
La vida no es un juego, sino una sucesión de pruebas del destino, las cuales atravesaremos triunfantes si nos agarramos al esfuerzo diario. Esa sería la perspectiva, sin embargo, en la mayoría de los casos, la realidad es otra bien distinta.
Es impensable trabajar en el aula como se hacía hace 20 años, y ese método funcionaba, porque solo tenemos que mirarnos a nosotros mismos. Algunos pensarán que no hay que ser tan arcaicos, sino que hay que evolucionar hacia un método innovador, no les falta razón y soy partidaria de ello. Ahora bien, no descuidemos lo que antaño funcionaba porque la modernidad no es la solución para fomentar la cultura del esfuerzo.
Quizá sea hora de dejar que las aguas sigan su cauce como hasta ahora y que cada persona aprenda a subsistir aunque eso tenga que suponer todo el esfuerzo que nos agote, nadie se muere, sino que se resucita.