La cuenta
Todos creíamos que el camarero iba a tomarnos nota de la merienda-cena, empezando para abrir boca con el pan de ajo y las olivas a la manzanilla y pimienta blanca (cuya fama se había propagado más allá de los Pirineos), y las bebidas, por supuesto. Sin embargo, en lugar de recoger y llevar al iPad nuestras peticiones, nos trajo la cuenta. También nos preguntó si necesitábamos un taxi o un bus público para cruzar la frontera. “Por lo bebido, dijo, habrá control seguro; es viernes”.
Dadas las confianzas y el buen tono del camarero (que sólo a mí me evocaba a una mantis religiosa vestida de negro con la cara de Peter Cushing), alguno de los nuestros se apresuró a quitarle hierro al asunto anunciando el carácter oneroso de la ofrenda de su pepino, si es que éste escaseaba en cocina. Pero la expresión facial del camarero simplemente heló la sorna de muy bajo nivel cultural de mi compadre. ¿A quién coño se le ocurre?
“Por favor, dijo otro de los nuestros (el profe, el cincuentón agradecido, con sus gafas de pasta azul, su piel de bebé, sus ojos marrones y muy vivos, sus canas y su media melena, intacto, sin un rasguño emocional después de años y años sin parar de drogarse, de genética libertina y alegre como la de toda su familia, cuya máxima siempre ha sido ‘haz el bien y no mires con quién’), ¿nos podría usted tomar nota? ¿No ve usted que la mesa está intacta?”
Lo que vimos después fueron armas de destrucción neuronal masiva. Se acercaron a la mesa cinco camareros más, pero ninguna camarera. En un ordenador portátil nos pusieron las imágenes de la merienda cena: las manos idas, canticos, jarras y más jarras de cerveza, quíntuple de capellán con tomate, sucedáneos de marineras, uno de los nuestros dándolo todo emulando a Elvis Presley, la Marsellesa, qué raro, lanzamientos a canasta de vasos de cerveza o vino de bolas de masa de pan. Éramos nosotros. Todos y cada uno.
Algunos de los nuestros quisieron salir del restaurante a la carrera, por puro pánico, por idear lo que no es todavía: orejas al lobo. Pero las puertas estaban cerradas a cal y canto. Estábamos atrapados y con la cuenta esperando encima de la mesa junto al datafono: 850 euros; chupitos cortesía de la casa.
Pronto, esa fue mi impresión, llegó la policía. Ni siquiera nos tomó una sílaba en serio. Los camareros en muchos casos están revestidos de un auctoritas que más quisieran algunos políticos o tertulianos televisivos, un camarero es una pieza clave en el engranaje social, o camarera, pero en este caso no había ninguna, ya lo he dicho. Los policías sí pudieron entrar fácilmente al restaurante, algo que a nosotros nos pareció sobresalientemente curiosa. El cine, los libros, la vida oscura bajo el subsuelo, motosierras, sangre, tráfico de órganos y el teniente corrupto de Abel Ferrara. Todas estas variables nos indujeron por unanimidad a pagar la cuenta para salir de allí.
Y pudimos salir, avergonzados. Sin dialogo.
Sólo el humorista de guardia, otro de los cincuentones intacto al devenir de la vida por pura genética y por las perlas de ajo, el del pepino siempre en boca, tuvo la idea de recurrir a la ciencia. Así que se fue directo a la casa de su tío Pedro Andrés, el médico, para que le hiciera unas pruebas y comprobara y demostrara, empíricamente, repitamos: empíricamente, si había ingerido o no algo de alimento en las dos o tres últimas horas, algo que tuviera que ver con lo que aparecía en la cuenta del restaurante.
La ciencia, marchita en aquel entonces, maltratada y vilipendiada como si toda la ciencia por estar algunas veces al servicio del poderoso fuese siempre una ciencia a la carta, una ciencia vaselina, una ciencia plastilina, fenomenológica de mentira, siguió marchita en la primera denuncia. El juez ni siquiera leyó el informe médico; lo dejó en un cajón junto con su dignidad. El resultado de las pruebas científicas era que el señor pepino no había ingerido nada líquido y sólido recientemente, mucho menos esa cantidad abstracta de cerveza. Pero todos los análisis fueron inadmitidos por, ojo con esto, defecto de forma.
Años más tarde, cuando más personas perdieron los miedos ancestrales inculcados por un régimen social y político de dudosa moral donde parecía que ningún esfuerzo por desnudar la mentira y los horrores merecía la pena, y se asociaron, y denunciaron en instancias superiores a la justicia más cercana a los denunciantes, pudimos saber, aunque nosotros ya lo sabíamos, aunque es cierto que dudamos, pero regresamos intactos tras abrir la puerta a nuestro coraje, sabíamos, el tocomocho que tenía montado el restaurante, junto con algunos policías, junto con el juez, junto a una inteligencia artificial tan rápida en montar un video falso que daba verdadero pavor.
Pero lo que es peor, todavía a estas alturas, tras las comprobaciones científicas realizadas en el cuerpo de uno de los nuestros, hay quién sigue pensando que nos dimos un grandioso homenaje ese día, por el morro, igual que hoy, que hemos visto las estrellas sin visitar Hollywood después del pago de las indemnizaciones pertinentes. Y piensan, y sienten, y aprietan mucho los dientes al hablar; que el verdadero corrupto, dicen, fue el médico.