La complejidad del abuso sexual en la infancia, por Elena Sánchez

Elena Sánchez Hernández

A finales del siglo XIX un joven médico vienés escuchaba los relatos de sus pacientes. Entre el ejercicio convencional de la medicina y la escucha atenta y perturbadora de los sufrimientos ajenos, Sigmund Freud eligió esta última. Hasta sus oídos llegaba el malestar intenso de las mujeres que acudían a su consulta: fragmentos de episodios vividos en la infancia, sensaciones extrañas, sentimientos contradictorios y caóticos…Pronto llegó a una conclusión que fue rechazada por la sociedad médica de Viena. Para Freud, el origen de los síntomas de estas mujeres se encontraba en un episodio de índole sexual ocurrido en la infancia. La Sociedad de Psiquiatría y Neurología mantenía que estas mujeres, más conocidas en la jerga médica de la época como histéricas, tenían una tendencia patológica a inventar historias y mentir. Freud fue desacreditado. Un año más tarde, le hacía saber a su confidente, el doctor Fliess, que había dejado de creer en los relatos de sus pacientes. A partir de ese momento, trabajaría bajo el supuesto de que el origen de los padecimientos neuróticos era una fantasía sexual infantil, que podía perturbar la vida anímica igual que un hecho realmente acontecido.

Actualmente, sabemos que niños y niñas despliegan gran cantidad de fantasías en torno a la vida adulta. Es fácil observarlos jugando a tener y cuidar bebes, a mamás y papás; incluso pedirle a la propia mamá o al papá que compartan esos juegos con ellos. Es así como transforman la fantasía en un juego que les prepara para conocer la vida adulta. Sabemos también que, a menudo, tratan de seducirnos buscando nuestra mirada y aprobación con aquellas acciones que despiertan nuestro interés. Muchas de estas acciones son una imitación de las tareas que nos observan hacer en el día a día. El mundo adulto encierra grandes misterios a los que tratan de acercarse de forma lúdica, apoyándose en la fantasía y en la imaginación. Pero sin duda, el gran misterio para un niño o una niña, es la sexualidad adulta; una intimidad a la que no tienen acceso.

Este es un campo abierto a la curiosidad infantil, a invenciones variadas, a la investigación activa y a la construcción de fantasías que dan cuenta de diferentes y, a veces, ingeniosas formulaciones que surgen de lo escuchado y lo supuesto. Mientras la curiosidad se mantenga en este plano sabemos que todo está bien.

Pero, al contrario de lo que formulara Freud, hoy día contamos con la certeza de que el paso de la fantasía al contacto real con la sexualidad adulta conlleva graves consecuencias para el desarrollo de la personalidad y el psiquismo del menor, así como para su desarrollo futuro.

El abuso sexual en la infancia se puede considerar en función de la práctica sexual a la que el menor es expuesto o en función de cómo actúa el agresor. En esta ocasión, lo haremos teniendo en cuenta esta última perspectiva.

Cuando el abusador actúa de forma abrupta, haciendo uso de la violencia y ganándose el silencio de la víctima a través de la coacción o amenazas, provoca una intensa experiencia de desvalimiento. Pero el daño todavía es mayor cuando el abuso proviene de la propia  familia, porque ataca el sentimiento de protección y seguridad básico que todo niño o niña necesita para crecer. A un menor le es difícil escapar de una situación así. En este caso, el abusador trata previamente de asegurarse la disponibilidad y el silencio de la víctima. Para lograrlo, primero hace uso de la seducción, lo que le permite acortar distancias entre su cuerpo y el cuerpo de la víctima, sin despertar  rechazo o un malestar intenso; a lo sumo, una cierta incomodidad por la que el menor no es capaz de protestar, ya que la actitud del abusador se confunde con expresiones de cariño u otros gestos de complicidad. Más tarde, el abusador utilizará la manipulación para encubrir o justificar el acto sexual. Esta manipulación puede consistir en desmentir lo que ha pasado, negando su carácter inapropiado, atribuyendo lo sucedido a juegos que hacen todos los niños o a ciertos hábitos de higiene de carácter especial. La participación del menor en este proceso, su no retirada y la complicidad que previamente se ha cultivado entre abusador y abusado/a, hace que el niño o la niña queden en un estado de confusión, perplejidad, sin posibilidad de discriminar lo que realmente está pasando. Al mismo tiempo, la vivencia sexual irrumpe de forma violenta en su psiquismo, quedando registrada como una huella o inscripción sensorial de intensidad elevada que el pensamiento no es capaz de atrapar y reconocer. Esto desarticula la capacidad  de utilizar el pensamiento para ordenar y dar sentido a la realidad. Por eso, son muchas las víctimas que al llegar a la adolescencia identifican los episodios vividos con un adulto como abusos sexuales, a pesar de las lagunas en el pensamiento y la culpabilidad que pueden llegar a sentir por  no ser capaces de discriminar cual fue su participación en los hechos, ya que parte de la manipulación consistió en hacerles creer que eran cómplices y participes de lo que estaba ocurriendo.

En los casos donde el abuso sucede de forma abrupta y violenta, aunque medie el terror y la vivencia de desamparo, a la víctima le queda una vía de escape. La violencia y la amenaza le ponen sobre aviso: lo que está pasando está mal, está siendo utilizada para una actividad que es del interés del adulto, no puede negarse. Los hechos atentan contra su dignidad, pero la capacidad de identificar la realidad permanece. El abusador puede capturar su cuerpo, pero no tanto su pensamiento.

Allí donde Freud no pudo seguir escuchando y comprendiendo la magnitud de estos hechos, Ferenzci no desmintió el relato de sus pacientes y mantuvo el interés por comprender y tratar de descifrar lo contradictorio de la vivencia de estas mujeres, que insistían con escenas y comportamientos similares en la relación que habían mantenido con sus abusadores. Esto provocó el distanciamiento entre Freud y Ferenzci, pero nos proporcionó la posibilidad de conocer fenómenos tan complejos como la identificación de la víctima con su agresor. Un mecanismo que permite a la víctima mantener la convivencia o cercanía con su agresor a través de una adaptación a los deseos del abusador, al tiempo que le posibilita salir de un estado de confusión y angustia paralizante. Esto hace que nos encontremos con víctimas que ocultan la verdadera identidad de su agresor, y no denuncian aún cuando la sospecha de abuso está presente.

Todo esto dificulta que un menor pueda dar un testimonio coherente y elaborar una narración ordenada que responda al cómo, dónde, cuando…, independientemente de su edad. En lugar de esto, nos podemos encontrar fragmentos de escenas que engañosamente han podido ser consideradas como juegos, sensaciones extrañas que no saben cómo nombrar, temor a dañar al entorno, intentos de comunicar vivencias inquietantes mientras ponen a prueba la confiabilidad de su interlocutor.

Cuando un niño o niña ha sufrido abusos sexuales necesita, en primer lugar y con urgencia, restaurar el sentimiento de seguridad y confianza que ha perdido. Este debe ser el objetivo prioritario cuando se produce una denuncia. Solo más tarde se le podrá ayudar a identificar los mecanismos con los que el abusador capturó su cuerpo y su pensamiento, y los efectos que ha tenido con la finalidad de liberarla y reparar el daño sufrido. Este es un trabajo arduo, que requiere del compromiso de la familia, de continuidad, paciencia y pericia profesional. Y sobre todo, de no negar lo que, en tantas ocasiones, es una realidad invisible cuando las víctimas callan e incómoda cuando las víctimas hablan y los hechos nos desconciertan; precisamente, por la complejidad que conlleva comprender.

 

 

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