La buena vida de ‘La buena vida’

Javier Mateo Hidalgo

En este año 2021 que nos acaba de abandonar se cumplían dos aniversarios que van de la mano: por un lado, los veinticinco años del estreno de la película La buena vida de David Trueba; por otro, el centenario de uno de nuestros cómicos más queridos y peculiares: Luis Cuenca. Un actor que, aun habiendo trabajado en las tablas toda la vida, fue redescubierto al final de su vida por cineastas como el citado, dejando para la posteridad algunos de sus papeles más brillantes. Pocos saben que al otro lado del seudónimo de Tony Aster se ocultaba este grandísimo intérprete, que tras la Guerra Civil colaboró en espectáculos de revista acompañando a la diva Celia Gámez. Como él, tantos otros se iniciarían a la sombra de la cantante argentina, como nuestro Tony Leblanc.

Además del personaje del mendigo en la serie de televisión Farmacia de guardia, Cuenca será siempre recordado como el abuelo del protagonista de la mencionada película. Esta ópera prima dirigida por el hermano de Fernando Trueba no sólo recuperó la figura de este veterano actor, sino que nos descubrió a un joven actor prometedor: Fernando Ramallo. Su Tristán se convirtió rápidamente en un héroe de la cotidianidad, un niño del madrileño barrio de Estrecho (como lo fue Trueba) al que la vida de adulto le llega por sorpresa, debiendo hacer frente a ella irremediablemente.

Tristán pierde a sus padres cuando éstos, paradójicamente, intentan realizar el viaje de novios a París que se les negó cuando se casaron, debido a las dificultades económicas. Un lugar que el abuelo de Tristán duda que sea real, en su sempiterno escepticismo: “París no existe, es una cosa que se han inventado los franceses para que vayan turistas”. De modo que el joven se queda, de la noche a la mañana (en el más estricto sentido de la expresión) huérfano y a cargo de su abuelo. Su vida hasta el momento peligra, sobrevolando sobre él la amenaza de acabar en un centro de menores. Tristán se rebela contra ello, en una suerte de moderno Antoine Doinel de Los cuatrocientos golpes. A diferencia del film de Truffaut nacido durante los primeros gateos de la nouvelle vague, el de Trueba posee un fuerte aroma de ese neorrealismo español renovado en los ochenta y noventa, siempre tamizado de fino humor. De alguna forma, el de Ramallo es un personaje que aborda el duro proceso de maduración desde el convencimiento del querer ser adulto a toda costa. Con su sombrero y su máquina de escribir, intenta cumplir su sueño de escritor, una dura hazaña que su profesora de teatro (de la que se encuentra secretamente enamorado) le advierte que todavía es temprano lograr, pues debe vivir, experimentar los embates de una biografía que todavía está por llegar. La magia del cine consigue condensar distintos momentos decisivos de esa vida que le espera a Tristán, una auténtica fábula de autoconocimiento.

Ya en anteriores artículos referí a la presencia de estas fábulas vivenciales que se gestan en un momento tan crítico como interesante de la vida. Películas de amplia presencia dentro del cine español. Mencioné filmes de Carlos Saura como Cría cuervos, La prima Angélica o Pajarico. También El espíritu de la colmena y El sur de Víctor Erice. No obstante, existen otros ejemplos más recientes, como Secretos del corazón de Montxo Armendáriz, realizada solo un año después de La buena vida. Todas ellas nos muestran ese “viaje del héroe” camino hacia su adolescencia y madurez.

Sucede que estas películas pueden a su vez marcar a quienes las ven, simbolizar un antes y un después en sus vidas, como un punto y aparte. Estas son las buenas historias, las que son capaces de remover el interior de quienes las disfrutan quedándose por siempre en su interior, como un sólido oso de su formación sentimental. Para ello no es sólo importante el guión y la realización (es mucho más difícil hacer una buena película con un mal guión que al revés) sino las personas escogidas para representarla ante la cámara. En este sentido, la elección de Ramallo fue un gran acierto, descubriéndose cómo una de los intérpretes más verdaderos escogidos para “contar mentiras”.

Sabemos que el cine no es sino un acuerdo tácito entre el cineasta y el espectador donde se acepta de antemano la mentira como algo real. Se cree en ella con la más fuerte de las fes. Pero es necesario que se nos convenza, la credibilidad, el verismo. Y Ramallo es un portento para esto. No es de extrañar que luego llegasen otros hitos en su carrera como Carreteras secundarias, Krámpack o El corazón del guerrero. Ramallo es un actor de fondo y, como muestra de ello, valga su también sólida formación teatral, por la que se supone que todo intérprete que se precie ha de pasar. Es la prueba de fuego de la interpretación, donde un actor demuestra lo que vale ante un público exigente. Hay que llegar con la voz hasta la última butaca del “paraíso” o “gallinero”, repetir tantas veces como sea precisa la misma farsa, nunca decaer y ser capaz de improvisar ante posibles fallos de memoria (ese quedarse “in albis”), el no poder cortar tras un inexistente plano y tener que recorrer un texto de principio a fin con una interpretación que nunca será igual que la anterior o la posterior. Obras de arte vivas e irrepetibles. Y Ramallo sabe cómo hacer revivir a Flaubert con su señora Bovary puesta sobre las tablas, por ejemplo. Y aunque ya no sea el niño con el que comenzó su andadura dramática, se reconoce ese espíritu en él, su transparencia. Como si hubiese hecho un pacto tácito con la eternidad, como Fausto o Dorian Gray. Y quizá por ello también su primera película continúa gozando de una excelente “buena vida” y no ha perdido con el paso de los años. Por eso es tan fácil empatizar con su personaje y quererle, porque podemos sentirnos dentro suyo, haber sido él en algún momento de la vida. Sólo hace falta tener un poco de sensibilidad y amar las cosas bellas de este mundo. Lo demás vendrá por añadidura, como esos compañeros de viaje tan excelentes como el citado Cuenca, o el propio compositor de la banda sonora, el francés Antoine Duhamel, que también se permite un cameo como profesor de música en el colegio francés donde estudia Tristán (hasta ahí llega la obsesión de sus padres por Francia). La música, como no podía ser de otro modo, nos remite a la vanguardia de las historias de Godard o el propio Truffaut, siendo única e inconfundible. Con Fernando Trueba ya había colaborado en esa maravilla que es Belle Époque y en El sueño del mono loco. Esa misma música que nos transporta al ambiente onírico con el que se inicia y concluye la película que aquí nos convoca, con ese París inventado en la imaginación de Tristán, y donde sus padres son capaces de hacer volar una cama sobre el Sena. Y es que el mundo interior del protagonista será muy importante para conocer sus decisiones y comprender su actitud, siempre en constante evolución. Toda una lección de cine, pues al imitar la vida nos demuestra que todo cambia dentro y fuera de nosotros. Somos mutables, pasajeros, biología pura. Y qué mejor forma de aprender estas moralejas que en el cine mismo, que enseña y deleita. Máxima también universal, receta infalible de toda obra de arte.

 

 

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