La Bella y la bestia
Irene Martínez
En una pequeña ciudad residía una humilde chica apresada por unos cánones de belleza impuestos en aquella nefasta sociedad. Oprimida por las apariencias. Encarcelada en los prejuicios. Ella era la chica «rara» que se escapaba de todos los prototipos, por ello la repelían y despreciaban. Se burlaban de ella, y no tenían reparos en mostrárselo. La apodaron «Bella» como mofa a su apariencia y le mandaron infinitud de proposiciones como si la idea de que alguien la amase y despose fuese inconcebible. Intentó hacerse invisible ocultando su rostro tras un libro. Fingiendo no escuchar, fingiendo que no le afectaba. Todo era mentira. Ciega por las burlas, se negó a volver a salir de casa pero lo que creía que sería un refugio, se convirtió en su prisión.
Ella amaba las rosas de su jardín pero ahora solo era capaz de verlas a través de la ventana. Condenada a contemplar cómo se marchitaban cada día más y más, al igual que ella. Ya ni era capaz de mirarse al espejo, este siempre le mostraba a una chica con la palabra «defecto» tatuada a fuego en cada parte de su piel.
Aun en su soledad se siguió sintiendo observada y criticada. Sentía que hasta los platos y cubiertos la tentaban a volver a ingerir su típico festín.
Negándose a volver a ingerir ni un solo kilo más, desechó cualquier ápice de comida y descuartizo todos los vestidos que la gente había ido regalándole. Vestidos de muñequitas pero nunca para ella. El suelo se volvió una montaña de tejido azul, rosa y amarillo. El armario parecía un esqueleto vacío y burlesco en cuya puerta entreabierta se atisbaba a ver un espejo por el que se coló su reflejo. La desesperación se atenazó en su garganta hasta que la bestia de su interior despertó y ella la dejó rugir en las cañerías del inodoro.